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EDITORIAL

La huelga como síntoma

La encanallada y andrajosa Justicia española no necesita de una simple reforma, necesita que la reinventen desde cero.

Es perfectamente discutible si los jueces tienen o no derecho a ir a la huelga, es perfectamente discutible si este es o no el momento adecuado para ello, es perfectamente discutible el abanico de reivindicaciones de los jueces; lo que no es discutible de ningún modo es el lamentable estado en el que se encuentra la justicia española. La nómina de disfunciones judiciales es muy extensa. Expedientes que se acumulan, atascos interminables en los juzgados, desfase tecnológico, recursos materiales y humanos insuficientes, lentitud en los procesos, escándalos por parte de la judicatura y dependencia de los poderes ejecutivo y legislativo.

Ante semejante panorama, no es casualidad que el servicio público peor valorado por los españoles sea el de la justicia. Un servicio fundamental (quizá el más importante de cuantos ofrece el Estado, que debería brindar seguridad jurídica, imparcialidad y eficiencia administrativa en los trámites) se ha convertido en una pesadilla para los ciudadanos que lo padecen. Y lo peor es que ninguno de los sucesivos Gobiernos desde la Transición ha hecho nada para remediarlo. Muy al contrario. La cartera de Justicia ha sido siempre la "hermana pobre" de las administraciones públicas. Así, mientras se ha derrochado a placer en otros temas como la expansión sin límite del gasto autonómico o la "lucha" contra el calentamiento global, la justicia ha ido quedando relegada al último puesto en cuanto a dotación presupuestaria.

Los resultados están a la vista y son tan sangrantes como difíciles de ocultar. Los últimos años, los de la bonanza económica, no han servido para mejorar las cosas, y menos aún con un titular del ramo como el actual, empeñado en ejercer de izquierdista radical en las cámaras y ante las cámaras. El sesgo y la voluntad del ministerio de Justicia son, hoy por hoy, puramente políticos y no parece que con Bermejo al frente vayan a cambiar demasiado las cosas.

Los fondos dedicados a sufragar la justicia son inversamente proporcionales al esfuerzo que los diferentes Gobiernos han hecho por politizarla. Desde que en 1985 Felipe González acabase con la independencia del Poder Judicial supeditando éste a los dictados del Parlamento, la politización de la justicia no ha hecho sino agravarse hasta extremos que sonrojarían más allá de nuestras fronteras. El Consejo General del Poder Judicial, órgano de Gobierno de los jueces, es nombrado a dedo mediante un acuerdo entre los grandes partidos, que de este modo controlan de facto a la judicatura. Esto ya debería ser motivo de alarma pero ni el PSOE, inventor del procedimiento, ni el PP, que se benefició de sus "mayorías judiciales" durante una década, han hecho nada para devolver al Poder Judicial la independencia que hace 20 años le arrebataron.

Todo lo contrario, PP y PSOE han demostrado ser cómplices leales en un asunto tan delicado para sus intereses políticos. El célebre Pacto de la Justicia, roto hace unos días tras el estallido del escándalo de la cacería, consagró el estado actual de cosas y lo proyectó hacia el futuro, como si lo normal fuese que los políticos –por muy electos que éstos sean– metan el cazo en las cuestiones judiciales que, por principio, les son ajenas.

La encanallada y andrajosa justicia española no necesita de una simple reforma, necesita que la reinventen desde cero. Sólo así podremos hablar de un verdadero servicio público que otorgue amparo efectivo a los ciudadanos que acudan a ella solicitando la única mercancía que el tercer poder está en condiciones de despachar: Justicia.

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