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Clemente Polo

A propósito de la trama

Se ha ido consolidando en España desde la aprobación de la Constitución en 1978 una relación parasitaria y muy lucrativa entre los partidos políticos, por un lado, y la sociedad civil, por otro, que se retroalimenta continuamente.

La crisis financiera y la recesión siguen su avance imparable y mientras aumenta la morosidad, la producción industrial se desploma, se destruye empleo, crece el paro y se agrieta el ficticio consenso social apuntalado en los años de bonanza con abundantes aportaciones de dinero público, irrumpe en la escena como un huracán desbocado la presunta trama de corrupción en el PP y cobra máximo protagonismo en algunos medios de comunicación. El Sr. Garzón, magistrado de la Audiencia Nacional, ha puesto en marcha su imparable maquinaria instructora y algunos medios dedican día tras día sus portadas, informativos y tertulias a relatarnos los pormenores del sumario: detenciones, declaraciones, imputaciones y encarcelamientos que han salpicado, primero, a personas en la órbita del PP y a algunos cargos municipales del partido, y, en segunda ronda, a algunos altos dirigentes y aforados del partido.

Quienes se han ocupado de airear el caso estaban alcanzando su objetivo principal que no era otro que llegar al 1 de marzo, día en que se celebran elecciones en dos importantes Comunidades Autónomas, El País Vasco y Galicia, con el PP a la defensiva y sus candidatos perseguidos por la estela de una trama de presunta corrupción que podría acabar desanimando a sus potenciales electores. El guión registró, sin embargo, un repentino vuelco al desvelarse que el Sr. Fernández Bermejo, ministro de Justicia, había departido con el Sr. Garzón algo más que una jornada, mientras éste instruía el caso y mandaba a prisión a algunos imputados. La permanencia del ministro en el Gobierno se había convertido de repente en un peso muerto para los candidatos socialistas y quien había sido jaleado al grito de "¡torero!, ¡torero!" pocos días antes el Congreso, dimitía el 23 de febrero a instancias de Presidencia.

Nadie sabe cómo acabará la instrucción en curso en el terreno estrictamente judicial y resultaría una irresponsabilidad prejuzgar unos hechos todavía bastante confusos en muchos extremos. De todos modos, las informaciones aparecidas en los medios de comunicación apuntan a la existencia de empresas cuyos directivos han mantenido relaciones estables con destacadas figuras dentro de la organización del PP, organizado actos de protocolo y electorales para el partido y obtenido concesiones y licencias administrativas a cambio de pagos a algunos cargos electos del PP. Estamos ante imputaciones bastante graves y de poco sirve ahora denunciar la intencionalidad política del instructor o recordar los graves casos de corrupción protagonizados por el PSOE (Filesa, Roldán, fondos reservados, etc.) en el pasado. El PP haría bien, pasada las inminentes citas electorales, en poner fin a su angustiosa agonía y renovar a fondo sus cuadros y estrategias para afrontar con garantías las próximas elecciones generales.

¿Por qué me escandaliza y hasta repugna la instrucción que ha hecho el juez Garzón de esta nueva trama de corrupción política? En primer lugar, por su carácter indecentemente público. Ante las repetidas denuncias por malos tratos contra miembros del cuerpo de los Mossos d’Esquadra –la carísima policía autonómica desplegada en Cataluña para satisfacer a los partidos nacionalistas–, el Gobierno del Sr. Montilla se ha visto obligado a instalar cámaras, no para vigilar a los presuntos delincuentes en los calabozos, sino para contener las largas manos de los policías autonómicos. No sería una mala idea instalar también algunas cámaras en el juzgado del Sr. Garzón, no con la finalidad de contener los impulsos justicieros del juez, sino para facilitar las continuas filtraciones que se producen en su juzgado, de modo que los ciudadanos podamos asistir en directo a los interrogatorios sentados cómodamente en el sofá, sin necesidad de tener que esperar a que la TV y otros medios nos los sirvan en diferido, condimentados y con gran coste para sus arcas, en el desayuno y la sobremesa. ¿Cómo es posible que no se levante un clamor imparable en todos los estamentos del sistema judicial contra unas filtraciones que ponen en entredicho la privacidad exigible a cualquier actuación de los tribunales de justicia? ¿Hay sobornos de por medio? ¿Quién cobra y quién paga? ¿Cómo es posible que el Consejo del Poder Judicial asista sin inmutarse a esta instrucción tan poco instructiva y se atreva a pedir respeto para el juez en lugar de incoarle un expediente disciplinario? ¿No se están acaso conculcando derechos fundamentales al honor y a la intimidad, reconocidos en nuestra Constitución? Mucho más graves me parecen todas las filtraciones interesadas que se han producido en el juzgado del juez que la ya de por sí grave coincidencia con el Sr. Fernández Bermejo en la famosa montería.

Ahorraré a los lectores los detalles de un caso que me ocurrió hace ya bastantes años. Un juez del Tribunal Superior de Justicia de Madrid me requirió a instancias de la parte contraria para formularme algunas preguntas. Viajé desde Barcelona y contesté de pie, en medio de una sala atestada de empleados y legajos, las preguntas que el juez, sin duda muy ocupado, me leyó a velocidad supersónica. Por encima de las penosas condiciones materiales en que se desarrolló el acto, lo que me impresionó profundamente fue comprobar que las preguntas que me formuló el juez eran, palabra por palabra, las mismas que me había leído mi procurador en un bar cercano a la sede del tribunal unos minutos antes de la "vista". El procurador no me quiso decir cómo había obtenido la fotocopia de marras, mas no hace falta ser un lince para adivinar dónde se la había procurado. Abandoné la corte pensando que, si funcionaba así el sistema judicial español, el Sr. Pacheco se había quedado corto cuando dijo que "la justicia es un cachondeo" en España.

En segundo lugar, como ciudadano de a pie y contribuyente a la hacienda pública, me preocupa el fondo de la cuestión: la financiación de los partidos políticos. Cada año el Tribunal de Cuentas denuncia a toro muy pasado las múltiples irregularidades contables perpetradas por todos los partidos políticos varios años antes y sus advertencias y recomendaciones se quedan en agua de borrajas. Los partidos continúan imperturbables destinando cantidades ingentes a sedes, personal, actos públicos, campañas electorales, etc., cuantías, en todo caso, muy superiores a la suma de los ingresos que perciben del Estado y las simbólicas cuotas de sus afiliados. ¿Cómo financian los déficits en que incurren un año sí y otro también? Contrayendo deudas con las entidades financieras, algunas de las cuales, como las cajas de ahorros, están sospechosamente controladas por los propios partidos políticos. Ahora bien, si sus deudas no crecen más y acaban ahogados en ellas es porque una parte sustancial de sus actividades las financian indirectamente con recursos desviados del erario público y otras con aportaciones privadas de carácter extraordinario y, en bastantes ocasiones, opacas al fisco.

En la primera categoría entrarían actuaciones a las que los ciudadanos nos hemos acostumbrado y toleramos sin rechistar a pesar de que podrían perfectamente calificarse como malversación de caudales públicos. He aquí algunos ejemplos: la dedicación a tiempo completo al partido de personas que perciben salarios en metálico y en especie de las Administraciones Públicas; la contratación de personal del partido como asesores y cargos de confianza en las administraciones para aliviar el gasto de personal del partido; la utilización por cargos electos de recursos públicos –coches oficiales, dietas, tarjetas, escoltas, etc.– para cubrir gastos originados por participar en actividades de partido; el empleo reiterado de la publicidad institucional y los medios públicos de comunicación para favorecer la imagen de los partidos en el Gobierno y reducir sus propios gastos publicitarios; la financiación de estudios (irrelevantes o no) y la concesión de licencias administrativas y subvenciones a empresas (medios de comunicación incluidos) con el propósito de influir en la opinión pública o proporcionar bienes y servicios al partido a precios inferiores a los de mercado; la financiación de organizaciones no gubernamentales y fundaciones con el objetivo de promover actividades que refuercen la imagen del partido en la sociedad y proporcionen un salario a algunos cadáveres políticos, etc., etc.

A los recursos anteriores habría que sumar las aportaciones privadas. Entran en este apartado, las contribuciones realizadas en unos casos voluntariamente por afiliados y simpatizantes y, en otros, inducidas por los favores recibidos (o por recibir) de los gobernantes. Y también las donaciones opacas: los sobres que pasan directamente de la cartera del empresario afín a la del político como colofón de una cordial comida; o los gastos de actividades del partido y las campañas electorales que se facturan como gastos de empresas interesadas en financiarlo. ¿Hasta qué punto se puede generalizar en una materia tan delicada? Contra lo que nos dirán los abnegados políticos, escandalizados al leer estas palabras, muchos ciudadanos, entre los que me cuento, tenemos la convicción, sustentada en abundante indicios empíricos, de que se trata de una práctica generalizada en todos los partidos.

Se ha ido consolidando en España desde la aprobación de la Constitución en 1978 una relación parasitaria y muy lucrativa entre los partidos políticos, por un lado, y la sociedad civil, por otro, que se retroalimenta continuamente: los partidos distribuyen los contratos y las subvenciones y los individuos y las empresas en agradecimiento financian a los partidos. En un debate en el Parlament de Catalunya durante la tramitación el proyecto de Estatut los ciudadanos pudimos comprobar atónitos como el Sr. Maragall, a la sazón president de la Generalitat, acusaba al principal partido de la oposición de haber cobrado rutinariamente comisiones del 3% por las concesiones de obras. El Sr. Maragall, todo un caballero, acabó comiéndose sus propias palabras para, según él, no poner en peligro los más altos intereses en juego: sacar adelante el proyecto de Estatut. Pero ahí quedaron para oprobio de la clase política catalana que acabó dando su sí al proyecto tras haber escuchado la acusación de Maragall, la subsiguiente amenaza del Sr. Mas i Gabarró, líder de CiU, de retirar su apoyo al proyecto y, finalmente, el retracto histórico del honorable president.

En resumen, la corrupción política es hoy una trama generalizada en la vida política española presente en todos los niveles de la Administración Pública: estatal, autonómica, provincial, comarcal y municipal. Sus principales beneficiarios son, desde luego, los partidos políticos que han gobernado o gobiernan, pero no nos hagamos ilusiones pues la practican todos los partidos sin exclusión, incluidos aquellos que no han tenido todavía responsabilidades de gobierno y se presentan ante los ciudadanos como partidos nuevos que promueven la transparencia y la regeneración democrática de la vida política. ¿Hemos de perder pues toda esperanza de que un partido político se financie con transparencia y gobierne sin favorecer a familiares, amigos y conocidos, exigir comisiones a las empresas a cambio de proporcionarles subvenciones y contratos, y constituir en torno suyo una trama de recaudadores y cazadores de rentas? Sería una ingenuidad pensar que lograrlo va a resultar sencillo, pero hay que seguir apostando por devolver a la actividad política la altura de miras y el sentido de responsabilidad que nunca debieran haber perdido.

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