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José T. Raga

Refugio de delincuentes y manirrotos

¿Está seguro el Gobierno de la opacidad, que además de mala administración –que también el pueblo tiene derecho a conocer– no ha habido actuaciones delictivas en el sector financiero?

Y, desde luego, resulta indiferente que esta norma sea escrita, acordada verbalmente por quienes puedan aplicarla, o que resulte de hecho de un principio de conducta que, incluso sin ser sometido a debate por los órganos representativos de las instituciones democráticas, se aplica de manera indubitada (bien por lo que suelen llamarse conveniencias políticas o por los intereses económicos que los políticos en el poder pueden defender como intereses dignos de protección). Al fin y a la postre, me es indiferente qué hay detrás de la opacidad, en la medida en que ésta sea refugio de conductas indeseables o, incluso, punibles.

Pero suele ocurrir que, cuando más se alardea de transparencia, claridad, trato igual e indiferenciado entre todos los individuos, más se incurre en los privilegios para unos en detrimento de otros; mayor confusión se introduce en el escenario social y desde luego triunfa como condición necesaria la opacidad de hechos y conductas frente a la prometida transparencia. Y esto, que se da o se puede dar en ocasiones diversas y puntuales de la acción política, se ha convertido, en el Gobierno del señor Rodríguez Zapatero, en un hábito, un denominador común, presente de forma continuada en su propio actuar.

La historia de estos cinco años está repleta de ejemplos que, por sí mismos, ahorrarían cualquier consideración. Las modalidades, eso sí, son variadas e imaginativas. La más sencilla es el recurso abierto a la mentira, cuando la evidencia coge con las manos en la masa al responsable político: el caso más reciente es el anuncio de la retirada de tropas españolas de Kosovo. Se ha dicho de todo: se había anunciado ya a los Aliados y a la OTAN, cuando estos, realmente, no se habían enterado; fue una interpretación errónea, de lo que se dedujo la general decepción, cuando el Sr. presidente, había pedido, públicamente, respeto a la decisión de un Estado soberano; se explicó incluso, antes del error de interpretación, que la razón de la huida era que nuestra presencia en un Estado que no reconocíamos, resultaba contradictoria, etc. En fin, mentiras y más mentiras.

Pero vengamos a lo nuestro. Cuando la mentira no es válida –no olvidemos que una mentira sólo es aplicable a un hecho concreto, pero que hechos distintos requieren mentiras diferenciadas– hay que buscar un ámbito más amplio y de mayor permanencia, para situar en él, bien la oscuridad que oculte la realidad de los hechos, o bien la prohibición de entrar en ello, proque con desvergüenza suma se han declarados opacos. Y aquí quisiera referirme a dos muestras recientes, de enorme trascendencia para una vida pública sana.

Uno es la forma establecida para el programa de ayudas a las instituciones financieras –cajas de ahorros, bancos y, en su caso, compañías de seguros–; lo que en la terminología al uso ha venido llamándose "rescate" de estas instituciones. Dada la complejidad de la mentira en estos casos, se proclamó como norma para estas actuaciones, el principio de "opacidad". Algo así como considerarlo secreto de Estado, por comprometer la seguridad de la nación. Cuando el refugio en la opacidad, en este caso, no pasa de ser una actitud arrogante, porque lo único que estaría en compromiso sería el nombre de los administradores, que nunca merecieron la confianza de accionistas, de las fuerzas sociales o de los ciudadanos en general. Por otro lado, aquellos administradores, que ahora están tan cautelosos para que no llegue a conocerse el desastre de su administración, fueron los que no tuvieron el mínimo pudor en mancillar su propio nombre, su propio honor –si es que existía–, y su profesionalidad, puesta en duda desde el principio. Lo único importante era que no se supiera.

¿Está seguro el Gobierno de la opacidad, que además de mala administración –que también el pueblo tiene derecho a conocer– no ha habido actuaciones delictivas? ¿Puede la sociedad pasar por alto la deuda que el delincuente contrae con ella con su actuación? ¿O es que si las actuaciones delictivas las cometen los amigos, todo queda en casa y, por ello, mejor que no se sepa?

La segunda opacidad que ahora está sobre la mesa, es la referida a los saldos de cuentas en paraísos fiscales. Y aquí quisiera hacer alguna distinción. La primera es que el hecho de tener una cuenta, con saldo positivo en cualquier entidad financiera, de cualquier país del mundo, no presupone actitud delictiva, en principio. Nada se opone a que, un sujeto español, por las circunstancias que considere oportunas, desee situar sus depósitos en un banco en un paraíso fiscal, haciéndolo constar así en su declaración del Impuesto de Patrimonio, si es que a ello está obligado, e incrementando también la percepción de rentas en España con las que obtenga de los rendimientos por los activos financieros en el país extranjero.

La situación es bien diferente cuando los depósitos en el exterior deben de permanecer ocultos, porque ocultas fueron las rentas que los motivaron ante las autoridades tributarias españolas. En estos casos, me da igual que el depósito sea en un paraíso fiscal o en un país que no tenga esta característica; lo que se busca, ante todo, es la opacidad, para encubrir un delito o fraude fiscal que, de ser descubierto por las autoridades tributarias, supondría instrucción de un expediente administrativo-tributario y, en su caso, de un proceso penal.

El deseo de opacidad puede ser por causa más grave, pues, a la postre, el delito fiscal, en su caso, lo es en el país del que se es sujeto tributario, pero no necesariamente en el país en el que se ha situado el depósito; es el caso de los paraísos fiscales, ya que no pagándose tributos, no puede existir la figura del fraude tributario. La causa más grave a la que me refiero se presenta cuando el montante del depósito se ha obtenido por actividades delictivas de carácter universal: tráfico de estupefacientes, tráfico ilícito de armas o tráfico de personas humanas. Es bien cierto que, en estos casos, existe la obligación, por parte de las instituciones financieras, de comunicar el hecho apreciado a las autoridades gubernativas.

Vemos pues que el hecho de ser un paraíso fiscal, en el que, además de la opacidad, no se pagan impuestos –casos como Jersey, Islas Caimán, Gibraltar, Andorra, etc.– no se distinguen, en cuanto a la opacidad, a los países de secreto férreo bancario, en los que, junto a la garantía de opacidad, sí se pagan impuestos y que por ello, no pueden ser calificados como paraísos fiscales (caso de Suiza, Austria, etc.).

Lógicamente, las autoridades tributarias han venido haciendo lo que ha estado a su alcance para informarse sobre los depósitos en paraísos o no paraísos, de recursos que no cumplieron con las obligaciones fiscales en España. Por ello, no es de extrañar que provoque escándalo que, frente a las inspecciones de que son objeto los contribuyentes de rentas medias, incluso bajas, en España, tenga en mente el Gobierno del Sr. Rodríguez Zapatero de mantener la opacidad de aquellos fondos que situados en el exterior con aquella condición. Mantendrán el secretismo si se dedican a adquirir títulos de deuda del Estado español, con el fin de ayudar a la financiación de un déficit, resultado de la mala administración del actual Gobierno.

¿Ha pensado el señor presidente que quizá esos recursos provengan de aquella delincuencia perseguible en cualquier lugar, con independencia de cual sea el régimen tributario aplicable en el país donde se radican?

Comprendo lo que es necesidad, pero quizá convendría haberlo pensado antes. Ahora, a lo hecho, pecho.

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