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David Jiménez Torres

Bicis

La bici es una extraña unión de lo antiguo y lo moderno; por una parte, la opción popular cuando los coches eran demasiado caros; por otra, las corrientes más de moda de nuestra época: la obsesión por hacer ejercicio y el culto a la juventud perpetua.

Cambridge es ciudad de bicis. Cada mañana, a eso de las ocho o las nueve, empieza a circular por sus antiguas calles un verdadero pelotón de ciclistas, heterogéneo y fluido. Están las chicas con sus cestas de mimbre ante el manillar, que pedalean con el torso erguido y el pelo inmóvil; están los chicos sobre sus mountain-bikes pedaleando fuerte y haciendo giros súbitos, sin señalar; están los profesores o gente que va al trabajo, portando responsablemente el casco y el chaleco reflectante que recomiendan las autoridades; están los estudiantes asiáticos, que siempre van muy lentos, como observando todo lo que sucede a su alrededor. Todos con sus iPods, sus mochilas al hombro, sus ojos fijos en el horizonte. Los carriles bici que tiñen con franjas rojizas las calzadas son el escenario de adelantamientos, de brazos que señalan giros, de miradas hacia atrás y hacia los lados; ante cada semáforo se va congregando un grupo creciente de ciclistas, que se posiciona delante de los coches y que empieza a pedalear en cuanto ve el ámbar.

La bici es una extraña unión de lo antiguo y lo moderno; por una parte, la tecnología pre-industrial, la opción popular cuando los coches todavía eran demasiado caros, la imagen de obreros y estudiantes con sus gorras y sus chaquetas raídas cuidando de sus bicis como si fueran su único tesoro en este mundo; por otra, las corrientes más de moda de nuestra época: la preocupación por el medio ambiente y por no contaminar, la obsesión por hacer ejercicio (los veinte minutos de cardio al día), el culto a la juventud perpetua. Para nuestra estética actual, en que es guai ser un poco retro siempre y cuando el aspecto retro sea guai, la bici es el método de transporte perfecto; cada college y facultad luce hileras e hileras de barras de metal a sus puertas, abarrotadas siempre de bicis aparcadas apresuradamente. Luego, al final del día, los grupos se congregan alrededor de estos parkings, antes de volver a la residencia.

Hay días en que uno se siente el rey del mundo subido en su bici, adelantando por los bordes de la calzada a los coches en pleno atasco, con la brisa en la cara, pedaleando vigorosamente, girando con temple y determinación, esperando en los semáforos con un pie en el suelo, la espalda erguida y las manos en los bolsillos de la chaqueta. Quizás con los cascos en los oídos, o con un cigarro en los labios. Buscando rutas alternativas, subiéndose de vez en cuando a la acera, sorteando obstáculos. Y luego hay otros días en que la marginalidad de la bici le hace sentirse a uno como un fantasma que se mueve demasiado como para fijar la vista sobre rostros o edificios y se muere de frío por la llovizna que corta los nudillos, a punto siempre de ser arrollado por los coches que pasan zumbando. Entonces es uno una sombra solitaria que se desliza por los márgenes de las calzadas y las calles, un espectro delgado y borroso que se arrastra silenciosamente, sorteando alcantarillas.

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