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Cristina Losada

Zapatero, un amor para los trabajadores

Aquí los subsidios de las dos grandes centrales y de algunas más los conceden los gobiernos y los paga el contribuyente. No hay quien los toque, pues al chantaje de romper la "paz social" sólo se resisten gentes endurecidas como la Thatcher.

Decía Scott Fitzgerald que los ricos son gente que rompe cosas y deja que otros limpien, lo que bien puede aplicarse a nuestros socialistas. La diferencia es que los socialistas, aunque ricos, abrigan buenos sentimientos. Con cuatro millones de parados tienen la sensibilidad a flor de piel y las emociones flojas. Zapatero se siente "muy cerca" de los trabajadores y el Gobierno se suma "de corazón" a un Primero de Mayo sindical cuyas pancartas suscribe con todas sus vísceras. Natural correspondencia de afectos, después de que el presidente solicitara el cariño de su sindicato. El amor, en fin, es lo que cuenta. Un parado que se siente querido no estará menos parado, pero se encontrará más a gusto. Love is all you need, he ahí el auténtico lema de la fiesta. 

La transformación del Primero de Mayo en un Día de los Enamorados no sólo obedece a las servidumbres que genera un Gobierno de izquierdas. Es lo que cabe esperar de una izquierda que consiste en pura proclamación sentimental y no en doctrina política específica. Ante una crisis como la que se padece, su única arma es una retórica que, acabado el cuento de la lucha de clases, se ha vuelto cursi, mojigata y repelente. No está preparada para tiempos difíciles esa izquierda que representa Zapatero. Florece en la estación de la abundancia, que es cuando puede predicar contra los efectos nocivos del progreso y ordeñar el sentimiento de culpa. En época de escasez está como pulpo en un garaje.

En trance tan antipático, el Gobierno busca el brazo fraternal de CCOO y UGT para apoyarse. Toxo, que es hombre sensato –lo era incluso cuando estaba en la LCR, donde le apodábamos "el obrero"– dice con razón que la huelga general no sirve para nada. Pero aquí y allá los suyos juegan a los soviets por motivos que nada tienen que ver con los intereses de los trabajadores. Los aperitivos y paellas sindicales compartidos con el ministro de Trabajo me recuerdan aquella anécdota que se cuenta de Lenin, quien al enterarse de que unos huelguistas británicos habían jugado al fútbol con los policías, vio claro que los obreros ingleses nunca harían la revolución y cortó los subsidios del Partido Comunista. Aquí los subsidios de las dos grandes centrales y de algunas más los conceden los gobiernos y los paga el contribuyente. No hay quien los toque, pues al chantaje de romper la "paz social" sólo se resisten gentes endurecidas como la Thatcher.

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