Alfredo de Diego Díez es magistrado y miembro de la asociación Foro Judicial Independiente
"Recientemente el Consejo General del Poder Judicial ha sancionado a una magistrada con la nada despreciable multa de 3.000 euros por el hecho de opinar. Sí, la ha sancionado por salirse de lo políticamente correcto y criticar las deficiencias de la Ley de Violencia de Género, la discriminación sobre la que se fundamenta y los abusos que genera en la práctica diaria (opinión que, por cierto, es compartida por muchos profesionales del derecho). Hay dos aspectos muy preocupantes en la actuación sancionadora del Consejo General del Poder Judicial:
En primer lugar, la filtración que desde ese órgano constitucional se ha hecho a la prensa sobre la sanción antes de comunicárselo a la propia interesada, facilitando, además, datos relativos a su nombre, apellidos y órgano judicial en el que presta sus servicios, poniendo así en peligro la seguridad de esta magistrada. No estaría de más que el órgano de gobierno de los jueces investigase seriamente quién efectúa esas filtraciones sobre expedientes de carácter reservado (quizás se llevasen alguna sorpresa ¿o tal vez no?); y, seguidamente, actuase con el rigor y la contundencia que exigen el respeto a la privacidad y a la integridad física y moral de los ciudadanos entre los que se incluyen los jueces.
En segundo lugar, los jueces no están privados del derecho a expresar libremente sus opiniones. El Tribunal Constitucional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y declaraciones internacionales como la de Singhvi o los principios de Bangalore sobre la conducta judicial (2002) han proclamado sin fisuras el derecho de los jueces a expresar libremente sus ideas y opiniones.
En concreto, el Tribunal Constitucional ha dicho repetidas veces que «Cuando se pretende asociar una sanción… a la manifestación pública de una opinión, no puede desconocerse la reiterada doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y de este Tribunal conforme a la cual los jueces y magistrados, en cuanto ciudadanos, gozan del derecho de expresar libremente sus ideas y opiniones, sin perjuicio de los deberes de discreción y reserva que deben observar cuando éstas guardan relación con los asuntos sometidos a su jurisdicción».
Nuestros mayores nos decían que los jueces solo hablaban a través de sus resoluciones y que nunca debíamos expresar públicamente nuestras opiniones. Era una forma útil de mantener enmudecido a un colectivo de natural individualista, encerrado en sí mismo y con nula capacidad de expresión crítica —y menos aún de movilización— ante los ataques y agresiones exteriores o interiores. Afortunadamente los jueces hemos empezado a asumir que somos, ante todo, personas, ciudadanos inmersos en la sociedad que nos rodea, con los mismos derechos fundamentales que el resto de nuestros vecinos a expresar opiniones, incluso las que puedan ser críticas, contrarias o molestas al pensamiento gubernamental.
Tengo la impresión de que algunos echan mucho de menos a los jueces mudos".