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José T. Raga

El debate...

¿Está justificado que paguemos a un Gobierno y a un Parlamento para perder el tiempo de forma tan miserable? Si los políticos no se estiman más, los españoles merecen un respeto.

Se le bautizó como el "Debate del estado de la Nación", y les prometo que me pegué al televisor para no perder detalle pues la cosa está como para abrir los ojos y los oídos, por lo que pueda pasar. A medida que iba transcurriendo el tiempo, y el tiempo fueron dos días, mi sentido de alerta se iba relajando, hasta el punto que acabé apagando el chisme, harto ya de no oír nada que me pudiera satisfacer. Sólo me permitió llegar a una conclusión: quizá el título con el que se había anunciado el evento era un equívoco y, más que un debate del estado de la nación, era el debate de una nación en estado. Sí, en estado de buena esperanza, como decían los cursis. Lo único que la gestación se prolonga más allá de lo imaginable y el posible alumbramiento se está convirtiendo en el parto de los montes.

Aunque acostumbrado, me siguió sorprendiendo el señor presidente del Gobierno en su habilidad para situarse, a través de un anecdotario de medidas –al menos así las califica él–, en un mundo de fantasía que nada tiene que ver con las realidades con las que día a día se encuentra la población española. Traté de comprenderle, incluso de adentrarme en su "ego" para abarcar esa extraña habilidad. Una habilidad que va desde la campaña electoral del 2003-2004, cuando pintaba un modelo de país hacia el que nada ha hecho después para acercarse –ya se acuerdan, aquel de rechazar el ladrillo como motor del desarrollo, de promover la sociedad del conocimiento, de la investigación, de la innovación, de incrementar la productividad, de superar a Italia, Francia, Alemania...– hasta los mediados del 2006 y comienzos del 2007, en el que se aferraba a negar la evidencia de una crisis económica que estaba ya golpeando a las personas y a las familias de los españoles. Ese mundo fantasioso es el que ha llevado, en estas jornadas de Debate, a presencia de los señores diputados, representantes del pueblo español y, por tanto, a presencia de los españoles en su conjunto.

En ese esfuerzo por adentrarme en su ego, llegué a percibir que se trataba de una metamorfosis físico-psíquica de lo que en ocasiones, y aplicada a otros personajes, se ha llamado la "Gracia de Estado". Aunque tenía que reconocerlo: la gracia de estado se había aplicado justo a lo contrario de lo que estaba mostrando el presidente. Se decía de las personas –estadistas políticos– especialmente dotadas para la percepción del fenómeno político, económico y social, a la vez que con demostrada capacidad de síntesis y de claridad conceptual como para dar a conocer a la sociedad en su conjunto, con convicción, los problemas más complicados con los que se pueden enfrentar en un momento determinado. Nada de ello se apreciaba en el Sr. Rodríguez Zapatero. Hasta el punto que una idea maléfica vino a mi mente: ¿no se trataría también de un equívoco en los términos? Más que gracia de estado, estábamos, si no fuera dramático, ante un estado gracioso.

En fin, que mi incomodidad iba creciendo con aquel virtuosismo de diseño que me pintaba un país que no conocía y con unos problemas que no identificaba. Encontré consuelo, bien es verdad que se trata de un consuelo necio, al comprobar que salvo los que ocupaban los escaños del aplausómetro del Gobierno, que se afanaban en mostrar al orbe entero cómo justificaban su remuneración en aquel escenario, los demás coincidían, sin necesidad de entrar en detalles, con la incomodidad y desazón que yo mismo sentía correr por mis venas. Y, tratando de encontrar algo positivo en nuestro presidente, formulé un principio que, salvo prueba en contrario, creo que puede establecerse como tal. Rezaría así: "Más difícil que conseguir un acuerdo unánime es lograr un unánime desacuerdo". Pues sí, esto es lo que logró el señor presidente del Gobierno al término del Debate.

Algunos conciudadanos consideraron que se le había tomado el pelo al pueblo español por vía de sus representantes. Yo sinceramente no lo creo. Prefiero pensar que no da para más. Que ya sé que esa interpretación no puede servir de consuelo a ningún ser racional por verde que esté. Más aún, porque el no dar para más es lo que está produciendo tanto daño, tanto sacrificio y tanta inseguridad a todos lo españoles.

De las llamadas medidas es casi mejor no hablar hoy; es preferible dejar pasar un tiempo para ver si entre las que no llegan a realizarse y las que realizadas llegan a olvidarse podemos pasar página sin añadir un pasivo más a la cuenta presidencial. La realidad es que resulta difícil encontrar sensatez y coherencia a la mayor parte de ellas. Será fácil comprobar, ya en muy poco tiempo, que se vendían pocos automóviles, pero desde el anuncio del presidente, ninguno; la desgravación por adquisición de vivienda contempla a los que no tienen capacidad económica para adquirirla; la reducción del impuesto sobre el beneficio de las sociedades para pequeñas y medianas empresas y para autónomos se anuncia en un momento en que estos contribuyentes están en pérdidas. Aunque conviene decir algo más: si tuvieran beneficios, qué argumentos podrían justificar la reducción del impuesto si su negocio les es muy beneficioso. Sacrificar a los asalariados para incrementar los beneficios de quien ya los tiene me parece una medida claramente antisocial que, al menos, es en el epitafio en el que se recrea el presidente.

Dejo para otro momento el aspecto cromático del presidente, que pasa del rojo al verde y del verde al rojo como si de la actividad de un semáforo se tratara, y no estamos en una enseñanza circulatoria.

Finalmente concluyo dejando sobre el tapete una pregunta: ¿Está justificado que paguemos a un Gobierno y a un Parlamento para perder el tiempo de forma tan miserable? Si los políticos no se estiman más, los españoles merecen un respeto.

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