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José T. Raga

La esclavitud del presidente

¿Esclavo de quién? Pues mi conclusión no puede ser más desoladora: le veo esclavo de varios señores, a los que tiene que servir con la fidelidad y ciega obediencia con las que el esclavo romano servía a su único señor.

Es un hecho, a todas luces indiscutible, la diferente valoración que las personas concedemos a fenómenos, a circunstancias o a actitudes que afectan a nuestras vidas o que son originados por ellas. En ocasiones se trata del empeño por la garantía y eficacia de derechos, cuando en otras se trata de llevar a feliz término una idea o un objetivo que creemos, en nuestro fuero interno, que es nuestra responsabilidad y nuestro cometido.

En la historia de la humanidad, me atrevería a decir que de manera permanente, ha estado presente la preocupación por la libertad: me atrevería a decir que ésta, o dicho de otro modo, el derecho a ser reconocido como un ser libre, ha estado por encima de cualquier otro bien o de cualquier otra preocupación. Así lo ha sido, tanto en países pobres como en los de economías opulentas, así en comunidades de cultura avanzada como en aquellas que sufren un retraso endémico.

Cuando la historia así lo ha determinado, la humanidad ha optado antes por la libertad que por la paz, ha optado antes por la libertad que por el desarrollo, pues sin libertad, los demás bienes, por elevados que parezcan carecen de sentido. La humanidad ha luchado contra la esclavitud, como no lo ha hecho por cualquier otra causa. El hombre es un ser libre, por su misma naturaleza, por su propio origen, por ello es natural que defienda el preciado bien, como el cimiento para edificar su propia personalidad, lo que hará, a lo largo de su propia historia, mediante la elección libre y responsable entre opciones o alternativas.

Es tan natural este sentimiento que, cuando alguna persona menosprecia su libertad, habría que poner en duda su propio sentido de humanidad, que a su vez aparecería con una imagen ausente de responsabilidad: al fin y a la postre, sin libertad no cabe responsabilidad; cualquier decisión y sus efectos, deberían aceptarse como el resultado de fuerzas invencibles o de mandatos externos.

Pues bien, estos pensamientos que, como se podrá comprender, no son sólo míos, son los que en los últimos días, quizá semanas o meses, me han conducido a una tristeza profunda, que lo es, por el hecho en sí y más aún cuando derivamos hacia los efectos que, en su virtud, puedan producirse.

La tristeza en la que vivo desde hace tiempo está originada por la imagen que percibo, ojalá fuese errónea, de la condición de esclavo en la que vive el presidente; más aún, cuando responde violentamente con esos gestos de autoridad ciega, sin atención a razones, ni valoración de los efectos que sus decisiones puedan producir. Esos arrebatos autoritarios sólo pueden explicarse desde una posición de extrema debilidad. Es decir, justo lo contrario de lo que se trata de aparentar.

Sus decisiones irreconciliables con la razón, sus idas y venidas a ningún lugar y desde ningún sitio, sus permanentes contradicciones consigo mismo y con los miembros de su Gabinete, esa sensación de desgobierno evidenciada por los hechos, sólo puedo explicarla desde la esclavitud del presidente, cautivo de fuerzas contradictorias que, por su propia naturaleza, sólo son capaces de sembrar el desconcierto, el desánimo y la desesperación.

Pero, ¿esclavo de quién? Pues mi conclusión no puede ser más desoladora: le veo esclavo de varios señores, a los que tiene que servir con la fidelidad y ciega obediencia con las que el esclavo romano servía a su único señor. Es la esclavitud a las minorías, que por serlo en insignificancia, ni siquiera puede explicarla, y menos argüir justificación alguna ante las mayorías; éstas no lo aceptarían.

En unas ocasiones será la obediencia a Izquierda Unida –un puñado de militantes y partidarios que en cualquier país, democráticamente más adelantado que el nuestro, ni siquiera tendría representación en las Cámaras legislativas– en otras a la militancia Verde –no a los brotes verdes; éstos son otro tipo de verde–; la complacencia a las voces independentistas, o a las exigencias del pregón gay, serán fuerzas que atenazarán, en otros momentos, la voluntad de nuestro presidente, privándole de la libertad para decidir y de hacerlo con responsabilidad.

Tendrá que cerrar la central nuclear de Garoña, porque eso gusta a unos cuantos; debilitará a las fuerzas armadas, en medios y en moral para el servicio, porque eso también contenta a otro grupito; aceptará proyectos educativos en abierta contradicción con los principios constitucionales, porque satisface a algunos en el pueblo en el que se practica; ante presupuestos demagógicos, se verá obligado a elevar los impuestos especiales –sobre hidrocarburos, tabaco y alcohol– que proporcionalmente sacrifican más a las rentas bajas, a las que él manifiesta que quiere proteger para financiar los descalabros del desgobierno.

Hasta dónde llegará su esclavitud que, para complacer a alguno de sus señores, estará dispuesto a contradecir los propios fundamentos, si es que alguno tiene, de su propio partido del que dice ser líder –el socialista, y lo dejo ahí– apostando por la desigualdad, cuando fue la igualdad el banderín de enganche desde los primeros momentos del socialismo teórico (ahí está la promesa a Cataluña de una financiación que excederá con mucho la que se concederá a otras comunidades, incluso más necesitadas).

Lo más preocupante es que se le ve risueño, como si estuviera contento. ¿Es que realmente no le importa la esclavitud? Porque si es así, podemos estar preparados para lo peor. Por el estado natural de las cosas, si a él no le importa su esclavitud, imaginen ustedes los que le va a importar la esclavitud de todos nosotros.

Y todo por un puñado de votos que le permiten mantenerse en el poder; esclavizado, pero en el poder.

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