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George Will

Hagamos un trato

GM está a punto de ser rescatada gracias a un producto que la gente no está dispuesta a comprar si no es con un incentivo económico superior al impuesto sobre la renta que pagan el 83,4% de las familias estadounidenses.

"Yo" –decía el presidente, demasiado aficionado a la hora de utilizar el pronombre de la primera personal del singular– "quiero dejar claro a la gente que no disfrutamos interviniendo en el sector privado". Eso lo decía en marzo, cuando el Gobierno ya era propietario del 80% de AIG, de Fannie Mae y de Freddie Mac. "Cuando haya que tomar decisiones relevantes como puedan ser dónde abrir una nueva planta o qué tipo de coche fabricar, será la nueva GM la que las tome y no el gobierno de Estados Unidos". Pero lo cierto es que el gobierno es el accionista mayoritario de General Motors, su principal cliente, el recaudador de impuestos, su regulador, el protector de sus distribuidores y el garante de las pensiones de sus trabajadores. Y el otro gran propietario de GM, el Sindicato de Trabajadores del Automóvil, depende cada vez más del Gobierno.

Y a pesar de ello, Steve Rattner y Ron Bloom, dos de los encargados de reorganizar las automovilísticas de Detroit, insistieron en USA Today en que el Gobierno "no va a desempeñar ningún papel" en la dirección de GM. No estaban bajo juramento, claro.

"Lo que no estamos haciendo y no tengo ningún interés en hacer es dirigir GM", proclamaba el mismo presidente que, cuando no estaba despidiendo el consejero delegado de GM o purgando su junta directiva se encontraba diseñando productos nuevos (imponiendo nuevos requisitos de ahorro de combustible que condicionan el tamaño, el peso, el número de pasajeros y la seguridad). El presidente evoca la memoria de aquel periodista, Don Marquis, que, después de un mes sin probar el alcohol, pedía un Martini doble y exclamaba: "He superado mi jodida fuerza de voluntad".

Washington ha decretado que el sector del automóvil tiene que fabricar unos vehículos para los que existe mucha menos demanda de que la Washington espera que haya. Por ello, acto seguido, Washington intenta construir la demanda mediante una rebaja fiscal de 7.500 dólares para adquirir el Chevrolet Volt eléctrico, modelo que supuestamente va a convertirse en la tabla de salvación de GM. Dicho de otra manera, GM está a punto de ser rescatada gracias a un producto que la gente no está dispuesta a comprar si no es con un incentivo económico superior al impuesto sobre la renta que pagan el 83,4% de las familias estadounidenses.

Es razonable asumir que GM llegará a ser rentable... siempre que postulemos premisas irracionales sobre la venta anual de vehículos y su cuota de mercado. Además, la dirección de la agencia de los ferrocarriles públicos, Amtrak (que sólo desde 1990 ha perdido 23.000 millones de dólares, ya ajustados por inflación) promete lograr que GM sea rentable.

Uno de los motivos por los que Amtrak arroja números rojos es que los políticos la dirigen igual que si fueran su trenecito de juguete, evitando que cierre trayectos claramente no rentables. ¿Va el Congreso a aceptar pasivamente los cierres de plantas de fabricación de GM? Rattner dice que Washington ya ha prometido solemnemente que no tomará decisiones sobre las plantas, los distribuidores o el color de los coches. Tiene parte de razón. La semana pasada, el Washington Post informaba –bajo el titular "Varios senadores critican a los fabricantes de automóviles por cerrar concesionarios"– de que "puesto que el Gobierno federal va camino de ser el propietario de la mayor parte de General Motors y del 8% de Chrysler, algunos de los senadores se sentían tan responsables como los propios accionistas para revisar las decisiones de la compañía".

La presión por politizar la economía se está extendiendo. John Sweeney, gerente de la Federación Americana del Trabajo, y Gerald McEntee, director de la Federación Americana de Funcionarios Estatales, Municipales y del Condado –que curiosamente está organizada por el Gobierno como un lobby para presionarse a sí mismo– han exigido la dimisión de dos directivos de Citigroup. Su idea es que las empresas que reciben dinero público deben acatar los deseos del presidente y de sus aliados.

GM está adoptando nuevas formas para perder dinero: obedeciendo a sus amos del Sindicato de Trabajadores del Automóvil, traslada de China a Estados Unidos las plantas para fabricar algunas piezas del modelo Chevrolet. El presidente del sindicato, Ron Gettelfinger, dice que estos módulos "deben fabricarse aquí si van a venderse aquí". Ese principio, una vez extendido con éxito, equivale a la autarquía económica: al fin del comercio internacional y de la prosperidad.

La adquisición por parte del Gobierno de la sombra de lo que fue GM –con un coste estimado hasta el momento de 50.000 millones de dólares– perjudicará, con beneficios fiscales discriminatorios, a la sorprendentemente saneada compañía automovilística de Ford. Por supuesto, el Gobierno no busca deliberadamente ese efecto; del mismo modo que tampoco pretendía provocar disturbios en México derivados del elevado precio de las tortillas de maíz como consecuencia de una de las leyes de Washington por la que los estadounidenses tienen que quemar maíz (etanol) en sus vehículos.

El "rescate" de GM empezó porque GM era "demasiado grande para quebrar" y la bancarrota es (bueno, era) algo impensable. ¿Demasiado grande? El valor de mercado de GM es hoy de 683 millones de dólares, apenas el doble de California Pizza Kitchen –¿también es demasiado grande para quebrar?– y la sexta parte de Harley-Davidson. ¿Quebrar? Si GM no lo ha hecho ya, la Coca Cola Zero ha sido todo un éxito.

La Administración está decidida a apuntalar GM como un programa de empleo destinado al Sindicato del Automóvil y a los estados del medio oeste, ricos en compromisarios electorales en los comicios presidenciales. Esta histeria se intensificará conforme las decisiones gubernamentales agraven aún más el desastre.

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