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José Antonio Baonza Díaz

Responsabilidades en cadena

La Ley del Jurado fue una chapuza monumental que llevó al gobierno que presentó el proyecto a proponer su reforma cinco meses después de su aprobación porque el Congreso no ratificó unas enmiendas que quiso introducir a última hora en el Senado.

La reciente anulación por el Tribunal Supremo de una sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona que había condenado a un individuo por el asesinato de dos jóvenes policías nacionales y otros delitos conexos en Hospitalet causó una fuerte conmoción en los medios de comunicación.

Conviene precisar que la sentencia no supone la absolución del acusado, sino la declaración de que el tribunal que lo juzgó no tenía la competencia para hacerlo y que, por la tanto, el caso deberá ser juzgado otra vez por un tribunal formado por nueve jurados legos y presidido por un magistrado de la misma Audiencia de Barcelona, según las reglas de competencia objetiva y funcional establecidas en los artículos 1, 2 y 5.2 c) de la Ley del Jurado.

No seré yo quien defienda la infalibilidad del Tribunal Supremo. Sin embargo, me temo que en este caso no le quedaba otra opción si quería atenerse al principio de legalidad y considerar la competencia de los tribunales criminales como cuestión de orden público procesal.

Antes de alinearse con la postura pública del fiscal, debe analizarse la combinación de acciones y omisiones que hacen posible que se produzcan casos de este tipo. En el lugar más destacado topamos con la malhadada Ley del Jurado: una chapuza monumental que llevó al gobierno que presentó el proyecto a proponer su reforma cinco meses después de su aprobación porque el Congreso no ratificó unas enmiendas que quiso introducir a última hora en el Senado. En segundo lugar, tenemos la abstención de los legisladores posteriores que durante estos catorce años de vigencia se han inhibido de reformar una ley con una regulación procesal muy defectuosa. Por último, tal vez como consecuencia de lo anterior, la tendencia de la mayoría de juristas en España a eludir la crítica en público de los legisladores, al mismo tiempo que les enmiendan la plana en la práctica forense. La picaresca tiene aquí hondas raíces en todos los ámbitos, como se sabe.

Sea como fuere, la ley del jurado trajo un procedimiento específico que exige que el instructor convoque a todas las partes, incluido el fiscal, a dos comparecencias –susceptibles de convertirse en tres– para decidir sobre el curso de la instrucción criminal. Asimismo, las simultaneas modificaciones de la Ley de Enjuiciamiento Criminal introdujeron un régimen de recursos contra ciertas decisiones de impulso procesal del juez de instrucción y del magistrado presidente del tribunal del jurado (apelación, seguida de casación) que incentiva las estrategias de dilatar indefinidamente el procedimiento.

Por otro lado, la ley enumera una lista de delitos cuyo enjuiciamiento se atribuye a los jurados, entre los cuales se hallan el asesinato y el allanamiento de morada. Las reglas de competencia para los delitos conexos parecieron hechas para intrincar su aplicación, aunque en un caso como el presente –sendos asesinatos dentro de una espeluznante secuencia de delitos contra las mismas víctimas– la fuerza atractiva que amplía la competencia del jurado a los delitos conexos cometidos "para perpetrar otros, facilitar su ejecución o procurar su impunidad" –Art. 5.2 c) LOTJ– parece fácil de captar.

Aun así, la práctica judicial habitual trata de evitar la instrucción del procedimiento especial del jurado y, en última instancia, que las causas sean juzgadas por un tribunal que debe constituirse ad hoc en las audiencias provinciales con personas seleccionadas por sorteo. En los casos, como el que nos ocupa, donde concurren delitos múltiples y una pluralidad de partes que actúan, las dificultades prácticas para seguir la instrucción marcada por esa ley se hacen todavía más patentes. En consecuencia, normalmente, existe connivencia de los fiscales, a quienes no entusiasma desplazarse a comparecencias que pueden prolongarse como un juicio y, dependiendo de su estrategia, de los abogados.

Con independencia de otras consideraciones sobre el jurado, los problemas interpretativos sobre la competencia podrían evitarse si se añadiera a la ley una sencilla disposición que permitiera a los acusados escoger entre ser juzgados por tribunales formados por magistrados profesionales o por jurados y derogase el procedimiento especial de instrucción. Esa elección vinculante cerraría el paso a toda nulidad de actuaciones posterior que se basara en la incompetencia de los magistrados profesionales y evitaría situaciones aberrantes para los familiares de las víctimas, como la repetición de un juicio por esa causa.

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