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EDITORIAL

¿A qué menor protege la ley?

Se trata de una ley inmoral que arrastra por los suelos a la idea Justicia y fomenta el delito. Una ley, pues, concebida para amparar las malas conductas y castigar las buenas, porque, ¿quién protege a los menores que son víctimas de otros menores?

Toda Justicia digna de tal nombre tiene tres funciones primordiales. Estas son: satisfacer a la víctima para disuadirla de tomarse la justicia por su mano, castigar al delincuente para que purgue su culpa y servir de ejemplo al resto de la sociedad para desincentivar de este modo la comisión de delitos. Sobre estos tres pilares elementales se edifica el concepto mismo de Justicia que, durante siglos –aplicada con mayor o menor dureza–, ha evitado males mayores. Si uno de estos pilares falla, la Justicia se resiente; si lo hacen los tres, se derrumba inexorablemente. Esto es, aproximadamente, lo que ha ocurrido con la malhadada Ley del Menor que, a pesar de su ineficacia y de una mayoritaria contestación popular, sigue campando a sus anchas casi una década después de entrar en vigor.

La ley de responsabilidad penal del menor no ha conseguido ni uno solo de los objetivos que pretendía cuando fue promulgada. La tasa de delincuencia entre adolescentes se ha disparado, pero con el agravante de que, por obra y gracia de la ley, los criminales son completos irresponsables legales. La pretendida reinserción tampoco ha funcionado a la vista de la reincidencia de la que hacen gala muchos menores metidos a delincuentes tempranos. Sin ir más lejos, uno de los asesinos de Sandra Palo se había escapado de un centro de menores, convertidos en auténticas puertas giratorias de la administración de justicia.

El caso de Sandra Palo fue el que más ha calado en la opinión pública debido a los horrorosos detalles del crimen y, sobre todo, a la labor de María del Mar Bermúdez, madre-coraje de Sandra que ha batallado incasablemente desde entonces contra una ley que carga las culpas del delito sobre la sociedad, ignora a las víctimas, deja impune al delincuente y, dada la lenidad de las penas, sirve de acicate a futuros criminales. Una ley inmoral que, en resumidas cuentas, arrastra por los suelos a la idea Justicia y fomenta el delito. Una ley, pues, concebida para amparar las malas conductas y castigar las buenas, porque, ¿quién protege a los menores que son víctimas de otros menores?

Ni el legislador ni los defensores de esta disparatada ley se han planteado que, tratando de sobreproteger a ciertos menores de edad, están sobreexponiendo al crimen a otros menores, víctimas imprevistas de una ley hecha en su nombre. Establecer, por ejemplo, que una adolescente de 16 años es una irresponsable legal significa asumir que es incapaz de distinguir entre el bien y el mal, cuando no es así, y más desde que otro proyecto de ley dictamina que a esa misma edad ya se es adulto para decidir sobre si abortar o no. Este tipo de contradicciones tan de progreso son el vivo retrato de una sociedad desnortada como la nuestra que, esta vez sí, empieza a no distinguir lo bueno de lo malo, ni lo justo de lo injusto.

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