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Serafín Fanjul

Caínes y Cacasenos

Carroñeros que nunca faltan se lanzan a airear la estupidez de que ha sucedido así por ser marroquíes los afectados y que, de tratarse de españoles, Rayán y su madre no habrían muerto.

Desengáñense: aunque la Biblia no diga nada al respecto, Caín fue español. Por otra parte, el popular antihéroe italiano Cacaseno (el nieto de Bertoldo e hijo de Bertoldino, el que asó la manteca, entre otras gracias) en realidad tenía sangre celtíbera, pero los transalpinos, siempre tan mañosos, nos arrebataron la gloria de sus orígenes, como hicieron con Colón. En no pocas ocasiones, el espécimen típico de la patria conjunta ambas virtudes, las de malvado y cretino, con eficacia prodigiosa y ése debe ser el famoso mestizaje español.

Veamos los hechos: una joven marroquí fallece víctima de la gripe A, cuyos efectos se combinan con el asma que ya padecía; los médicos y la institución entera del Gregorio Marañón se vuelcan para salvar la vida del niño sietemesino que gestaba y lo consiguen; una enfermera confunde una cánula con otra y la criatura muere sin enterarse siquiera de la tragedia que azota a su familia; como estrambote final, el sultán de Marruecos envía un avión para recoger el cadáver del pequeño... Y a partir de ahí, Caín (de Sigüenza o Aznalcóllar, de Badalona o Las Hurdes) desenfunda la quijada de burro y se lanza sobre "los médicos", "el sistema", la Comunidad de Madrid y –¿cómo no?– Esperanza Aguirre y su "privatización" de la Sanidad, que está por ver, aunque muy anunciada por PSOE, IU, UGT y CCOO, esforzados trabajadores todos ellos.

Todo vale para llegar siempre a la misma meta del descrédito de Esperanza Aguirre. Y si Aznar, por gusto, hundió el Prestige para amolar a Galicia, la presidenta insufló, al menos, su espíritu maléfico en la enfermera despistada. Las cosas están muy claras: por un clavo se perdió una herradura, por ésta el caballo se rompió una mano y cayó, con lo que el rey quedó descabalgado, como consecuencia se perdió la batalla y, por ende, el reino. Así pues, ya sabemos quién tiene la culpa, a ver si en las próximas elecciones autonómicas los socialistas trincan tres o cuatro diputados más con esta clase de argumentos. Pero yo que ellos iría mucho más lejos: una vez establecida la culpabilidad de la Comunidad y de su presidenta, preciso es recordar que esto se debe a la transferencia de la Sanidad a la susodicha Autonomía, luego el culpable siguiente es Adolfo Suárez, fautor del sistema autonómico; y, por elevación, el auténtico responsable es Juan Carlos de Borbón, que le nombró presidente del gobierno; pero el mero-mero autor de la muerte del infante es Franco, que designó a dedo como sucesor a quien designó. Y así todos felices, el culpable siempre es Franco.

El cainismo no se para en barras y si los políticos progresistas y sus secuaces mediáticos aprovechan la ocasión para arrimar el ascua a su sucísima sardina, también se despiertan los resentimientos "de clase": las enfermeras –y muchos más que nada llevan en el asunto– cargan contra los médicos: hay que ver los SMS, plagados de faltas de ortografía, que asoman en las televisiones mostrando el rencor congénito contra todo un grupo profesional que ni es homogéneo, ni responsable en su conjunto de las fallas y carencias en hospitales y clínicas. Pero el rencor rebalsa. Contra personas cuyos salarios, en infinidad de ocasiones, dejan mucho que desear, sobrecargadas de horarios y pacientes y presionados por sus responsabilidades y –ahora– por enfermos y familiares.

Y luego están los Cacasenos. Los hechos sabidos y comprobados reclaman exigencia y asunción de responsabilidades, medidas correctoras, indemnización y apoyo moral para la familia de los fallecidos. Hasta ahí el acuerdo es impecable, pero estaba cantado, desde que se conoció el origen de madre e hijo muertos, que tal circunstancia embrollaría todavía más el problema: carroñeros que nunca faltan se lanzan a airear la estupidez de que ha sucedido así por ser marroquíes los afectados y que, de tratarse de españoles, no habrían muerto. Es en balde recordar los esfuerzos realizados para salvar al bebé prematuro; y los casos anteriores iguales acaecidos a españoles; y los numerosos españoles que sufren errores mortales en los servicios de urgencias o en las Plantas; y la afluencia masiva a esos servicios de enfermos, incluidos nubes de inmigrantes que nunca soñaron disfrutar una sanidad así en sus países; y la gratuidad con que los hospitales de Ceuta y Melilla atienden –sin tener por qué hacerlo legalmente– a moros de los alrededores.

Se pueden añadir muchas más consideraciones que relativizan y enmarcan en su verdadero ámbito –el global– el triste incidente del niño Rayán, pero todo es inútil: la sentencia está dictada sin atender a raciocinio ni argumento alguno, aunque el victimismo enseñe una oreja bien fea: el viudo agrega a la ristra de agravios (desgracias, en realidad) la muerte de su suegro hace cinco años en accidente laboral, en Tarragona (a ver cómo le endosan ese muerto a Esperanza Aguirre: ya inventarán algo) y termina acusándonos –porque la acusación va para todos– que todos esto ha ocurrido por ser marroquíes.

Somos miles los españoles que hemos padecido graves riesgos en servicios de urgencias por diagnósticos equivocados y muchos no pueden contarlo. Como es natural, no contaré mi caso, pero lo tengo y jamás se me ocurriría culpar al hospital de Alcalá de Henares, donde hicieron cuanto estuvo en su mano, aunque erraron. Resumiendo: ya está bien de Caínes, de Cacasenos y de victimismos adicionales a algo de por sí muy trágico. Veremos si la Comunidad de Madrid, además de apoyo y reparación en lo posible, muestra la firmeza indispensable ante quienes se pasan de listos.

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