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EDITORIAL

¿Un Gobierno por encima de la Constitución?

Si una administración puede declarar su desobediencia civil sin que a nadie le chirríen los oídos, es en buena medida debido a la pobre imagen y nulo prestigio que el poder judicial, gracias a nuestros políticos, atesora en España.

La lógica de los Estados de Derecho, con todos los detalles que le queramos añadir, es relativamente sencilla: un conjunto de ciudadanos soberanos se organizan para convivir y resolver de manera reglada sus disputas a través de la creación de un monopolio de la violencia, el Estado. El Estado surge, pues, de la voluntad general de los individuos y sus competencias deben quedar estrictamente limitadas al objeto para el que nació: defender los derechos de esos individuos.

Pero dada la naturaleza potencialmente voraz de todo Estado, la actuación de este último queda sometida a un documento depositario de la soberanía popular como es la Constitución. Así, toda Carta Magna se divide en dos partes: la dogmática, que recoge los derechos fundamentales de los ciudadanos que deben ser respetados en todo momento por el Estado, y la orgánica, que establece la organización del sector público, generalmente con el objetivo de dividir sus poderes para dificultar el incumplimiento de la parte dogmática.

Dentro de esa división de poderes, suele aparecer uno encargado de fiscalizar el cumplimiento de las leyes por parte de los ciudadanos pero también y sobre todo por parte de la Administración; y, obviamente, dentro del control de la ley se controla también la vigencia de la Ley de Leyes, esto es, de la Constitución.

Lo que debería quedar claro a todo político, pues, es que la soberanía emerge del pueblo y que la soberanía del pueblo queda expresada en la Constitución, documento del que no sólo obtiene su legitimidad transitoria para ejercer el poder sino, especialmente, las limitaciones con las que debe ejercerlo. La Constitución no es un producto del Estado, sino al revés, ya que a su vez ésta procede de la soberanía popular. Y así, los Estados o políticos que violentan la Constitución se convierten en Estados o políticos rebeldes que hacen un uso ilegítimo de su poder en contra de los ciudadanos soberanos.

Todo esto viene a cuento de las declaraciones efectuadas por el secretario general de Política Lingüística de la Generalidad, Bernat Joan, donde avanza que si el Tribunal Constitucional interpreta que determinados artículos del estatuto violan la Constitución, simplemente ignorarán la sentencia y seguirán comportándose como si ésta nunca se hubiese producido. O dicho en román paladino, si el Constitucional advierte de que la Generalitat catalana está violando los derechos de los catalanes y del conjunto de los españoles, simplemente proseguirán con semejante violación y abuso de poder.

No sería, desde luego, la primera vez que la Administración catalana desoye las sentencias de los tribunales como si no fueran con ella, como si no existieran limitaciones a sus deseos para subyugar a sus ciudadanos. Así, nunca llegaron a cumplirse las sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña sobre la tercera hora de castellano o la del Tribunal Supremo sobre la oferta de educación en lengua española para la educación infantil y primaria. Lo que nunca se habría permitido a un ciudadano, que incumpla las leyes y las sentencias de los tribunales, viene realizándolo el estamento político catalán con un exagerado descaro durante más de 10 años. A nadie debería extrañarle que ahora, y ya de manera definitiva, proclamen que van a situarse por encima del Tribunal Constitucional, esto es, de la Constitución y de la soberanía popular. Y no hace falta recordar cómo se denomina a los Estados donde el pueblo no es soberano y la Constitución, a lo sumo, se convierte en papel mojado: tiranías.

Todo lo cual, sin embargo, sólo pone de manifiesto el deficiente funcionamiento de las instituciones españolas y, en particular, de ese Tribunal Constitucional al que cada vez más personas desprecian y ridiculizan como un órgano político. Si la impagable labor de PP y PSOE por difundir esta decadente imagen entre los ciudadanos no fuera suficiente, los propios miembros del órgano encargado de interpretar nuestra Carta Magna no han dejado de manchar su nombre al tardar más de tres años en analizar una norma de 223 artículos.

Es inevitable que ante tal pasividad, inoperancia y dejadez, crezcan las sospechas de que la sentencia no va a ser simplemente jurídica, sino que contendrá importantes elementos de componendas políticas para satisfacer a los distintos partidos y a sus electorados.

Si una administración puede declarar su desobediencia civil sin que a nadie le chirríen los oídos, es en buena medida debido a la pobre imagen y nulo prestigio que el poder judicial, gracias a nuestros políticos, atesora en España.

Va siendo hora de que la separación de poderes funcione de verdad para que, al final, se respeten los derechos fundamentales en toda España. ¿Hay algún partido político interesado en articular este revitalizador programa del Estado de Derecho?

En España

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