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George Will

Es hora de salir de Afganistán

El genio, decía De Gaulle recordando la decisión de Bismarck de detener las fuerzas alemanas a las puertas de París en 1870, consiste en saber cuándo hay que parar. No hace falta ser un genio para reconocer que en Afganistán el cuándo es ahora mismo.

"Ayer", reza el correo electrónico de Allen, un marine destacado en Afganistán, "doné sangre porque un marine pisó el detonador (de una mina) mientras estaba de patrulla y perdió ambas piernas". Después "se ingresó a otro marine con una herida de bala en la cabeza. Ambos han fallecido esta mañana."

"Vivo un drama", escribe Allen, un entusiasta soldado de infantería dispuesto a morir, "para que cada uno de vosotros podáis envejecer". Dice: "Yo he puesto todo en manos de Dios". Y: "Semper Fidelis".

Allen y otros soldados que se encuentran entre lo mejor de los Estados Unidos están en manos de Washington. Esta ciudad debe de tener fe en ellos dando rápidamente un giro de 180º a la intervención de Estados Unidos en Afganistán, una región que al recorrerla, según el comandante neerlandés de las fuerzas de la coalición en una provincia del sur, "recuerda al Antiguo Testamento."

La estrategia estadounidense –protección de la población– requiere de un número cada vez mayor de efectivos, al tiempo que los estadounidenses están cada vez más impacientes con "el deterioro" de sus condiciones (explica el almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto). La guerra ya ha durado casi un 50% más de lo que duró la participación norteamericana en las dos guerras mundiales juntas, y el apoyo de la OTAN es vacilante y a menudo ridículo.

La estrategia norteamericana consiste en "limpiar, conservar y construir". ¿Limpiar? Puede que las fuerzas de los talibanes se evaporen pero luego pueden regresar, seguras de que los efectivos estadounidenses serán siempre demasiado escasos como para conservar los avances que se hayan conseguido. De ahí que la construcción de una nación sería imposible incluso si supiéramos cómo hacerlo, e incluso si Afganistán no fuera el segundo peor lugar para intentarlo: la Brookings Institution enumera a Somalia como la única nación con un Estado más débil.

El historiador militar Max Hastings dice que Kabul sólo controla un tercio del país –"control" es un concepto elástico (y "nuestros afganos pueden finalmente no ser más resistentes y fiables de lo que lo fueron nuestros vietnamitas, esto es, el régimen de Saigón"). Apenas 4.000 marines se encargan de controlar la provincia de Helmand, que tiene el tamaño de Virginia Occidental. El New York Times cita a un oficial destacado en esa región diciendo que sólo cuenta con "agentes de policía que roban y un pequeño grupo de soldados afganos que dicen que están aquí de vacaciones".

El PIB de Afganistán, con 23.000 millones de dólares, tiene un volumen similar al de Boise. La doctrina de la contrainsurgencia enseña, de manera no muy optimista, que el desarrollo depende de la seguridad, y que la seguridad depende del desarrollo. Tres cuartas partes de la producción de la dormidera de opio de Afganistán provienen de Helmand. En lo que debería llamarse Operación Sísifo, los funcionarios norteamericanos presionan a los agricultores para que siembren otros cultivos. ¿Escarola, tal vez?

A pesar de que la violencia estalló en todo el país después de, y en parte gracias a tres comicios electorales, las recientes elecciones en Afganistán se consideran "cruciales". ¿Para qué? Vinieron, se fueron y no alteraron los fundamentos, todo lo cual va en contra del "éxito" americano, signifique esto lo que signifique. ¿Creación de un gobierno central eficaz? Afganistán nunca ha tenido uno. El embajador estadounidense Karl Eikenberry espera una "renovación de la confianza" del pueblo afgano en el gobierno, pero The Economist describe al gobierno del presidente Hamid Karzai –su compañero de lista a la vicepresidencia es un traficante de drogas– como "tan inepto, corrupto y predador" que a veces la gente desea la restauración de los señores de la guerra, "que eran menos corruptos y menos brutales que los del ramo de Karzai".

El almirante Mullen habla de combatir "la cultura de pobreza" de Afganistán. Pero eso tardó décadas en lograrse tan sólo dentro de unos pocos kilómetros cuadrados del sur del Bronx. El general Stanley McChrystal, comandante estadounidense en Afganistán, cree que los programas de empleo y los servicios públicos a nivel local pueden persuadir a muchos "guerrilleros accidentales" para que abandonen a los talibanes. Pero antes de iniciar el New Deal 2.0 en Afganistán, la administración Obama debería preguntarse: si las fuerzas estadounidenses están destacadas para evitar el restablecimiento de bases de Al Qaeda –evidentemente no las hay ahora mismo– ¿no habría que invadir países como Somalia, Yemen y otros carentes de nación para poder construírsela?

El número de efectivos estadounidenses se está incrementando de 21.000 a 68.000, lo que eleva el total de la coalición a 110.000 efectivos. Cerca de 9.000 proceden de Gran Bretaña, donde el apoyo a la guerra está disminuyendo. La teoría de la contrainsurgencia indica que a nivel nacional Afganistán requiere cientos de miles de tropas de la coalición, tal vez durante una década o más, sólo para proteger a la población. Esto es un objetivo inconcebible.

Más bien, por el contrario, el número de efectivos debería reducirse para que podamos revisar por entero nuestra estrategia: Estados Unidos debe hacer sólo aquello que pueda hacer desde la costa, usando Inteligencia, aviones no tripulados, misiles de crucero, ataques aéreos y unidades de las fuerzas especiales pequeñas y contundentes, concentrándose en los 2.400 kilómetros de la porosa frontera con Pakistán, un país que sí tiene su importancia.

El genio, decía De Gaulle recordando la decisión de Bismarck de detener las fuerzas alemanas a las puertas de París en 1870, a veces consiste en saber cuándo hay que parar. Pero no hace falta ser un genio para reconocer que en Afganistán el cuándo es ahora mismo, antes de que más vidas valiosas estadounidenses, como la de Allen, se pierdan.

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