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¿Debe el Gobierno controlar los derivados?

Es absurdo pedir a los políticos que promuevan la integridad financiera y la contabilidad sólida. Ellos son los peores violadores de estos principios en el planeta. Robert P. Murphy.

En un sorprendente artículo de opinión en Wall Street Journal, el defensor de los derechos de propiedad Hernando de Soto escribía que nuestros actuales problemas financieros se deben al fallo del gobierno por no haber tenido controlado el mercado de derivados.

De Soto ha sido un héroe para los defensores del libre mercado desde la publicación de El misterio del capital, que muestra que las naciones son pobres allá donde la gente carece de títulos de propiedad formales, seguros, y fácilmente transferibles. En la crisis actual, dice él, la confianza entre los participantes del sector financiero se evaporó debido a que el valor de los títulos respaldados por hipotecas (mortgage-backed securities, MBS), credit default swaps (CDS), y otros derivados no podía saberse. Y eso fue así por lo que el gobierno no hizo.

“A excepción de todos los demás papeles de propiedad”, escribe de Soto, “la ley no obliga a que los derivados sean registrados, continuamente vigilados ni vinculados a activos que representen. Nadie sabe precisamente cuántos son, dónde están, y quién es finalmente responsable de ellos”. Por tanto: “El principal deber del gobierno ahora es poner todo el mundo tóxico (de los derivados) bajo el imperio de la ley donde estarán sujetos a la aplicación de las leyes”. Básicamente estoy de acuerdo con el diagnóstico del problema que hace de Soto, pero no con su solución.

Cuando trabajé en el sector financiero a principios de 2007, mi jefe decía que sus asociados en Nueva York se estaban poniendo nerviosos porque nadie sabía en cuánto apalancamiento habían incurrido sus socios comerciales. Por ello no tenía sentido aplicar algunos de los cálculos típicos -como el value at risk- que se enseñan a los graduados en finanzas, porque ningún participante individual -ni tampoco un hedge fund o un banco de inversión grande- podía ver la imagen global en operaciones que involucraran complejos derivados.

Efectivamente, después de que todo saltara por los aires, hablé con un analista crediticio en una compañía de seguros que dijo: “¿Alguna vez realmente has intentado leer uno de esos contratos de los credit default swaps (CDS)? Nadie sabía realmente lo que estaban haciendo”.

Mercado libre no significa empresarios omniscientes

Traigo a colación estas anécdotas para reafirmar mi opinión de que los críticos del mercado están probablemente en lo cierto (al menos de forma parcial) al culpar del fiasco financiero a empresas sobredimensionadas que calcularon terriblemente mal los riesgos que estaban asumiendo.

Estaría dispuesto a ir aún más lejos y decir que los productos financieros innovadores que parecían mitigar el riesgo a nivel individual, paradójicamente podrían haber convertido el sistema entero en más vulnerable.

Pero los críticos del mercado y de Soto se equivocan en concluir que sólo los gobiernos pueden arreglar el problema. Estos defensores de aumentar la regulación no se dan cuenta de que la defensa del libre mercado no depende de que los empresarios sean omniscientes. Los fans del mercado no deberían avergonzarse al admitir que algunas veces, incluso empresas muy arraigadas en el mercado, meten la pata hasta el fondo y pierden miles de millones de dólares.

O al menos, eso es lo que sucedería en un sistema de beneficios y pérdidas auténtico. La auto-regulación del mercado sólo funciona cuando se permiten los beneficios y las pérdidas. Cuando intentamos entender por qué tantas firmas grandes fueron tan descuidadas con sus inversiones, no podemos ignorar los perversos incentivos que el gobierno había creado en una multitud de formas.

Por ejemplo, las agencias de rating no necesitaban preocuparse por acabar en la ruina en caso de que sus calificaciones de triple A de los títulos respaldados por hipotecas (MBS) resultaran ser absurdas. Si algún actor del sector privado puede ser directamente culpado por la debacle financiera, ésos serían S&P, Moody’s, y Fitch (las tres grandes agencias de rating).

Con todo, estas agencias todavía permanecen activas porque las regulaciones del gobierno requieren que los bancos y otros inversores institucionales mantengan bonos y otros títulos con una determinada calificación, y (por supuesto) las regulaciones cartelizan la industria de las calificaciones.

Específicamente, las regulaciones de la SEC (la agencia regulatoria estadounidense del mercado de valores) requieren que las instituciones reciban sus calificaciones (por mandato legal) de una “organización de calificaciones estadística nacionalmente reconocida” (NRSRO, en sus siglas en inglés). Pero ¡quién lo iba a decir!, para cualquier outsider (agente externo) es muy difícil conseguir el estatus de las NRSRO.

Dado que las tres grandes compañías tienen una demanda garantizada, ¿es de extrañar que fueran descuidadas al garantizar las calificaciones deseadas para los complejos valores, siendo empujados por sus grandes clientes durante los años de auge? Y no olvidemos las poco sólidas hipotecas inducidas por el gobierno que eran la base de esos derivados.

El problema fundamental con el análisis de Hernando de Soto es que él piensa que podemos confiar en los políticos y burócratas para mejorar la transparencia financiera. Éste es el colmo de la ingenuidad. ¿Ha hojeado de Soto el código tributario de los Estados Unidos últimamente? ¿No se da cuenta de que casi cada semana el secretario del Tesoro Geithner anuncia un nuevo complicado plan para usar dólares de los contribuyentes con el fin de fomentar la inversión apalancada en estos activos “tóxicos” precisamente?

Los mercados producen leyes

Al parecer, de Soto piensa que la virtud de los gobiernos occidentales a lo largo de los siglos ha sido la de crear un conjunto coherente de leyes dentro del cual el libre mercado puede prosperar. Yo diría que fue la relativa impotencia de los gobiernos occidentales lo que permitió el surgimiento del derecho impulsado por el mercado, que más tarde esos gobiernos codificaron.

Economistas como Bruce Benson, David Friedman, y Edward Stringham han documentado minuciosamente el desarrollo espontáneo de las costumbres legales y reglas financieras sin ninguna intromisión del Estado en asegurar el cumplimiento de éstas. Asimismo, el cuerpo entero de la “common law” inglesa, tampoco fue diseñada centralmente por los legisladores sino que, en vez de ello, surgió de una miríada de reglas individuales ordenadas por los jueces, como sucedió con la Lex Mercatoria, la ley comercial global de principios de la era moderna.

Si el gobierno se hubiera ocupado de sus propios asuntos, el sector financiero privado habría aprendido de sus errores durante el boom inmobiliario. No hay razón para suponer que Geithner o cualquier otro empleado por el gobierno puede llegar a una solución que los analistas privados no pudieran descubrir. Más bien es al contrario.

De hecho, cada movimiento que el gobierno ha tomado durante la crisis ha expandido su poder sobre el sector privado y su capacidad para regar con (literalmente) billones de dólares a poderosos beneficiarios. ¿No ve de Soto las enormes oportunidades para la corrupción que generaría el que el gobierno obtuviera más poder discrecional sobre las transacciones financieras?

La nefasta intervención del Gobierno

Irónicamente, es la respuesta del gobierno a la crisis inicial la que ha traído menos transparencia, y no más. Si a las compañías en problemas se les hubiera permitido quebrar, el acto concursal habría establecido qué compañías poseían qué activos y cómo deberían ser valorados.

Pero al menos desde diciembre de 2007, la Reserva Federal ha sostenido artificialmente a empresas insolventes mediante la aceptación de sus activos “tóxicos” como colateral sobre sus préstamos de corto plazo. En este contexto, las empresas más apalancadas darán falsas esperanzas a sus inversores y llevarán los derivados a sus libros de contabilidad a valores inflados.

Independientemente de lo que causó la crisis, los esfuerzos del gobierno para regular los derivados sólo encerrarán aspectos indeseables del actual mercado y asegurarán que jugadores políticamente conectados obtengan ganancias artificiales. Es absurdo pedir a los políticos que promuevan la integridad financiera y la contabilidad sólida. Ellos son los peores violadores de estos principios en el planeta.

Artículo elaborado por Robert Murphy, economista del Institute for Energy Research, analista asociado del Mises Institute, autor del blog Free Advice y autor de varios libros como The Politically Incorrect Guide to Capitalismo The Politically Incorrect Guide to the Great Depression and the New Deal. Artículo publicado originalmente en The Freeman / Ideas on Liberty.

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