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José García Domínguez

El enigma de la autoridad perdida

Sin el auxilio de la dimitida autoridad privada de los padres, poco, muy poco lograrán conseguir los docentes decentes, pese propósitos tan loables como el de la Comunidad de Madrid, que ahora ansía investirlos de pública autoridad.

Una sociedad entregada con cotidiano fervor a las enseñanzas de Belén Esteban y que, al tiempo, se precia de haber promovido a las más altas dignidades civiles a la señorita Pajín, no puede lamentarse de su sistema educativo: quizá tenga el que se merece. Con semejantes modelos –y mil más de idéntico jaez– señalando a sus adolescentes el recto camino hacia éxito social, ¿cómo persuadir a nadie de que el esfuerzo, el estudio, la seriedad, el rigor o la autoexigencia suponen requisitos imprescindibles con tal de enfrentarse a la vida?

Así, incapaz de infundirse respeto a ella misma, menos sabe hacerlo con los llamados a desasnar a sus hijos. Y es que, sin el auxilio de la dimitida autoridad privada de los padres, poco, muy poco lograrán conseguir los docentes decentes, pese a propósitos tan loables como el de la Comunidad de Madrid, que ahora ansía investirlos de pública autoridad. De hecho, cualquiera que conozca por dentro las miserias inconfesables de nuestros colegios e institutos adivina que ese escudo legal devendrá útil, sobre todo, para protegerlos de los presuntos adultos que aparcan a sus hijos en las aulas. Pues, contra lo que supone el común, en materia de acoso y derribo escolar, resultan mucho más peligrosos los papás y las mamás que las respectivas réplicas asilvestradas de su ADN.

Por lo demás, y en idéntico orden de impotencias, convendría recordar que esa voz, autoridad, se presta a la polisemia. Tanto apela al poder que ejerce el mando como denota el prestigio que se reconoce a una persona por su calidad o competencia en alguna materia. Y de ambos significados, no sólo del primero, ha sido desposeída cuando se aplica a maestros y profesores. Un expolio semántico que muchos de ellos, demasiados, aceptaron de grado en su día. Porque tampoco los profesores son inocentes. No todos, ni siquiera la mayoría. Tristes víctimas de sí mismos, fueron ellos, los parias de la clase, quienes predicaron con demencial entusiasmo la buena nueva sesentayochista de que la misión primera de la escuela ya no consistiría en transmitir el saber, pertinaz error en el que la Humanidad había abundado a lo largo de los últimos veinte siglos.

¿Autoridad? Sí, sí, claro, pero devuélvanles las dos.

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