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José T. Raga

José Antonio Muñoz Rojas, descanse en paz

La pérdida de José Antonio, hace tan sólo unos días, no será nunca pérdida de su imagen y de su obra, por el contrario será referencia obligada de quienes pretendan el buen hacer y el hacer generoso y benevolente.

Me van a permitir ustedes que mi artículo de esta semana cambie el tono habitual de denuncia por el de exaltación. Se preguntarán, y con razón, si, con la que está cayendo no hay nada que el análisis crítico no encuentre digno de ser denunciado ante la opinión pública. Ojalá fuera esa la causa. La realidad, sinceridad por delante, es que en mi esquema de preferencias adquiere más relieve lo excepcional que lo cotidiano, y sobre todo, tiene prioridad el trato justo y el reconocimiento de lo excelso, frente al vituperio ejemplarizante, por justificado que éste se encuentre. Lo dicho adquiere especial relieve, cuando quien escribe estas líneas ha sentido el dolor de la separación del amigo, de cuya amistad se sintió siempre privilegiado, más aún ante la carencia de razones objetivas para ella.

El veintiocho de septiembre pasado, allá, en su casa de Antequera (Málaga), moría José Antonio Muñoz Rojas. Hombre de silencios expresivos y de gestos indubitados de afectividad, amó siempre el espacio para la reflexión frente al mundano atractivo del bullicio. Jamás le asustó la jubilación, como en tantas ocasiones ocurre, porque le iba a dar la oportunidad de adentrarse más, de mirar más a su interior, a la vez que situando este interior en el entorno de su amado campo andaluz. ¡Tiene tantas cosas el campo! ¡Es tan cambiante y dinámico! ¡Está tan ligado a sus gentes y éstas a él!

José Antonio fue un hombre lleno, rebosante de una humanidad que ni siquiera su humildad podía disimular. Entrañable, acogedor, escuchante hasta la saciedad de cuanto le podíamos confiar sus amigos, diversos en niveles y preocupaciones. Le estoy viendo allá, en su humilde despacho de la Casa de las Siete Chimeneas en la plaza del Rey de Madrid, siempre pronto para quien le precisase. Unos días sería Javier Zubiri, otros Lucas Beltrán o Gonzalo Anes; en ocasiones el dintel se vería honrado con la visita de su querido y admirado Juan Lladó y, en otras, aceptaría compartir su tiempo y saber con un joven profesor de Economía, que en estos momentos trata de honrar su memoria, motivo de orgullo para la pequeña tierra que le vio nacer, para su querida España y para los que tuvimos la fortuna de conocerle y convivir hasta donde las oportunidades nos permitieron.

Oí alguna vez de él que era huidizo, misántropo... cuando, realmente, gozaba de la compañía de sus amigos, reía y reía gustoso ocurrencias propias y extrañas, y poseía un humor fino, sereno e inmutable, que sin duda sembró en él su formación en el Reino Unido, apenas terminar nuestra Guerra Civil. Con razón admiraba a T. S. Elliot porque le entendía, y en cierto modo se identificaba, como pocos. 

Se preguntarán el porqué de mi osadía al desplazarme desde las consideraciones económicas a las que les tengo habituados a este cántico, que me gustaría poder hacer y que ya me confieso impotente para ello, de la persona que ya en vida recibió los más prestigiosos reconocimientos poéticos –Premio Nacional de Poesía, Premio de Poesía Reina Sofía...– a los cuales nada puedo añadir yo. La razón, además del afecto y del respeto por su persona, la sitúo en que José Antonio, por un lado, desarrolló una intensa actividad profesional como banquero, en el Consejo de Administración del entonces Banco Urquijo, con lo que su imagen hoy permite mostrar a la sociedad, que hay, o al menos ha habido, otro estilo de ser banquero, diferente al que el sector financiero nos tiene hoy acostumbrados. Un banquero silencioso, lejos de las cámaras y de la noticia mediática, estudioso de los asuntos bancarios y apartado de cualquier signo de arrogancia o de presunción.

Por otro lado resultaría difícil saber cómo serían hoy los estudios de Economía en España de no haber existido aquel Banco Urquijo y sus obras, resultados tenaces de dos personas encomiables: Juan Lladó –presidente del Banco Urquijo, al cese del Marqués de Bolarque– y su gran amigo y colaborador José Antonio Muñoz Rojas. Su visión, a la vez clarividente y magnánima, abría las puertas de la institución bancaria a los economistas –catedráticos de Economía–, buena parte de ellos liberales, pero no todos; algunos sancionados por el franquismo, otros identificados con el régimen, para facilitar sus tareas de investigación en aquel Servicio de Estudios del que emanarían importantes trabajos para el bien de la economía y de la sociedad españolas.

En paralelo con el Servicio de Estudios, la magna obra de Moneda y Crédito –Revista de Economía–, que ha sido fuente de estudio y de publicación de resultados de generaciones múltiples de universitarios españoles. Una Revista científica, exenta de cualquier interferencia política o de intereses ajenos al saber. Qué lastima que, por circunstancias que quizá convenga olvidar, siendo Claudio Boada presidente del Banco Hispano Americano se le entregaría, cual dádiva, al Banco de España, con toda su honrosa historia, perdiendo así la virginidad acrisolada durante tantos lustros.

El apoyo al saber y a la creación científica se vería complementado por aquellos dos mecenas con los trabajos editoriales de la Sociedad de Estudios y Publicaciones y por la Editorial Moneda y Crédito, S. A., que introducirían en España las obras más importantes de los grandes economistas del momento y de tiempos precedentes –especial consideración merece la difusión de las obras de la Escuela de Friburgo y el Grupo ORDO–, así como los múltiples seminarios, coloquios, conferencias, que permitieron oír y aprender, a no pocos españoles, de maestros como Hayek, Robbins, Shackle, Haberler, o de ofrecer las obras y trabajos de autores españoles como Olariaga, Carande, Naharro, Beltrán, Trías Fargas... No se limitaron al mundo de la Economía, sino que su patrocino alcanzaba la Filosofía –Suárez, Zubiri...– el pensamiento político –Marvall– y tantos trabajos de imposible enumeración, que su presencia constituía un oasis, en un desierto que amenazaba el pensamiento libre, riguroso y responsable y que, aquellos dos hombres cultivaron gracias a su contemporánea visión y a su tenacidad.

La pérdida de José Antonio, hace tan sólo unos días, no será nunca pérdida de su imagen y de su obra, por el contrario será referencia obligada de quienes pretendan el buen hacer y el hacer generoso y benevolente. Descanse pues en paz José Antonio. En la paz que siempre deseó, con la seguridad de que su ejemplo de hombre virtuoso y de gran laboriosidad seguirá siendo tierra fértil en la que enraizar los proyectos, preocupaciones y apetencias de las nuevas generaciones.

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