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David Jiménez Torres

Tragedias a olvidar

La tragedia cubana es un afterthought para mi generación: se nos hace una herencia del siglo XX más pesada que exótica, el equivalente histórico de la silueta encorvada de Alfredo di Stéfano en las presentaciones de Kaká y Cristiano Ronaldo.

Explicándole a una amiga americana el mini-revuelo montado por el concierto de Juanes y Miguel Bosé en Cuba, acabo escuchando el siguiente comentario: "ya... yo nunca pienso en lo de Cuba, pero supongo que sí, que es indignante". Esa admisión del olvido voluntario y de una especie de reticente activación de los mecanismos morales inicia un proceso más común cuanto mayor me hago: indignación primero, luego contextualización y constatación, y, finalmente, resignación y tristeza.

El caso de Cuba incita, sin duda, a la primera parte del proceso: es absolutamente indignante el olvido con que se encuentra una tragedia que dura ya cincuenta años. Indignante la mentalidad de dinosaurios universitarios como un profesor de literatura española que nos informó de que sí, que vale, que Cuba sería pobre ahora pero que todo niño cubano podía leer y escribir, que era más de lo que podía decirse de los negros de los ghettos americanos (debate: ¿la capacidad de leer el Granma o la libertad de votar a quien uno quiera?). Indignante el mecanismo mediante el cual nuestra mitología de Latinoamérica en el siglo XX es la de dictadores fascistas y católicos apoyados por Estados Unidos y combatidos únicamente por revolucionarios jóvenes, solidarios, idealistas y melenudos. Indignante que una interpretación interesada de la Historia eche cada vez más tierra sobre una tragedia, que ya nos es contemporánea a tres generaciones.

Pero la indignación, la explicación, la activación de los mecanismos éticos, pasan como las tormentas tropicales y no dejan tras de sí más que lo que ya había antes. Nunca borran, en definitiva, el hecho en sí, el plano más vulgar pero a la vez más cierto de todos. Cualquier indignación sobre Cuba no elimina el hecho de que Castro morirá en el poder, y de que la mayoría de los que se exiliaron no llegarán a ver una Cuba libre. Cualquier indignación sobre Cuba no borra que su tragedia se está olvidando, en Estados Unidos y en Inglaterra y en España y en todo el mundo. La tragedia cubana es un afterthought para mi generación: se nos hace una herencia del siglo XX más pesada que exótica, el equivalente histórico de la silueta encorvada de Alfredo di Stéfano en las presentaciones de Kaká y Cristiano Ronaldo. No tanto una figura que rige y preside nuestro pensamiento sino una especie de anacronismo con el que nos resulta imposible identificarnos. Una presencia que siempre recibimos con un "bueno, sí, claro, sí, Cuba...". Economía de esfuerzo ético: sólo puedo preocuparme y / o deprimirme por un número reducido de causas, y hay tantas que parecen más presentes y acuciantes, que se prestan mejor a la discusión apoyada por noticias en el telediario y titulares de periódico...

Y tras la constatación del hecho, la reflexión y la tristeza: la reflexión sobre la salvaje amoralidad de la Historia y del recuerdo (que vienen a ser lo mismo). Esa Historia y ese recuerdo impasibles, que se prestan a la manipulación de pura indolencia. Esa Historia y ese recuerdo omnívoros, que engullen a mártires e inocentes sin molestarse siquiera en defecarlos. El caso de Cuba muestra la realidad de la Historia; y lo que es más triste, muestra la realidad de la moral: su tenue, por no decir inexistente, poder sobre la vida.

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