Lo primero que la muerte esperada del general Sabino Fernández Campo me ha traído a la memoria ha sido cierta "anécdota" que en su día reveló don Juan Carlos al catedrático Antonio Elorza. Por lo visto, durante las vísperas del 23-F el príncipe Felipe, entonces un niño muy despierto y observador que percibía algo anómalo en el ambiente de los mayores, preguntó a su padre por lo que estaba sucediendo. Y, según el monarca confesaría a Elorza, tal que ésta fue la regia respuesta: "Nada, hijo, que papá ha dado una patada a la Corona, está en el aire y ya veremos dónde cae".
Al final, la culpa de que el aro no fuese a parar en medio de algún lodazal –o en el fondo de un precipicio– la tuvo ese hombre que acaba de irse. Y es que el supremo servicio que don Sabino prestó a España fue saber capear con aquella temeraria afición de La Zarzuela a los deportes de riesgo, peligroso hobby hereditario que, en el caso de Alfonso XIII, provocó el final de la propia monarquía. Así, Sabino Fernández Campo se acaba de llevar a la tumba el secreto a voces mejor guardado de la historia contemporánea de España, fiel discreción que la casa de Borbón no siempre acertaría a agradecer en su justa valía.
Por lo demás, la suya fue una honrosa lealtad a la institución y a la persona que en ningún momento se superpuso a su firme, inequívoca, valiente defensa de la legalidad constitucional a lo largo de la noche ominosa. Su ya célebre "Ni está, ni se le espera", seguramente, cambió nuestro destino colectivo como país. De hecho, la dignidad de la democracia española se encarnó durante aquellas horas interminables en los nombres de cuatro personas, y así lo tendrá que reconocer algún día la Historia.