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EDITORIAL

La errática estrategia del Gobierno contra los piratas

El Ejecutivo carece de una estrategia definida para liberar a la tripulación y va tomando decisiones desligadas, inconsistentes y en permanente revisión, agravando la ya de por sí lamentable situación de los secuestrados.

Aunque, siguiendo el criterio de la Navaja de Ockham, lo más probable en el caso de los piratas somalíes detenidos era que Garzón hubiese vuelto a meter la pata anteponiendo su afán mediático a cualquier otra consideración, parece ser que, en esta ocasión, la responsabilidad no le corresponde al "juez estrella", sino al Gobierno y, en concreto, a su vicepresidenta primera, María Teresa Fernández de la Vega.

Señala la Audiencia Nacional en una nota de prensa que "ningún juez de la Audiencia Nacional reclamó la competencia del caso Alakrana", sino que "una vez presentada la denuncia por la Abogacía del Estado, se resolvió sobre la competencia previo informe del Ministerio Fiscal". Dicho de otra manera, fue el Gobierno quien requirió el traslado urgente a España de los dos piratas detenidos, Abdu Wiilly y Raageggesey Adji Haman. 

Debería haber parecido evidente desde un comienzo que una decisión de tamaña trascendencia iba a tener rápidas consecuencias sobre el proceso negociador y el Ejecutivo debería haberse planteado si estaba dispuesto a digerirlas desde su tradicional postura de parálisis e indefinición. La propia célula de crisis que decidió detener a los piratas y traerlos a España, presidida por De la Vega, contó de hecho con un informe del Centro de Inteligencia de las Fuerzas Armadas donde ya se advertía con claridad de que ante semejante decisión los piratas podrían reaccionar elevando la tensión y las amenazas.

Ignorando el informe técnico, el Gobierno no vaciló demasiado en tomar por unanimidad una rápida y delicada decisión que cerraba numerosas opciones dentro de un proceso de negociación ya inevitable como consecuencia de las reticencias socialistas a rescatar militarmente a los pescadores secuestrados.

Lo grave del asunto, con todo, no ha sido ya la precipitación y la ausencia de perfil técnico de una decisión más política que táctica, sino la incapacidad del Ejecutivo para ser consecuente con las decisiones adoptadas. Una vez trasladados los piratas a España, habría sido de esperar que nuestros mandatarios estuvieran dispuestos a resistir cualquier previsible represalia de los piratas. No ya porque no tiene mucho sentido dar un golpe sobre la mesa negociadora sabiendo de antemano que a la mínima nos volveremos a sentar acobardados en ella y casi pidiendo disculpas.

El Gobierno debería haber tenido en cuenta, sobre todo, que nuestro sistema judicial es formalmente independiente, de modo que una vez llevados a disposición judicial los detenidos, la decisión tendría una muy complicada marcha atrás; a menos, claro está, que se pretenda forzar una vez más las instituciones democráticas y debilitar el Estado de Derecho.

Al final, por consiguiente, resulta que el negociador en el que se ha convertido el Ejecutivo por voluntad propia carece de una estrategia definida y clara para alcanzar el resultado supuestamente pretendido –la liberación de la tripulación– y que va tomando decisiones desligadas, inconsistentes y en permanente revisión, agravando la ya de por sí lamentable situación de los secuestrados.

Muy mal han de estar haciéndose las cosas cuando en unos pocos días se siguen criterios prácticamente contradictorios sobre asuntos esenciales dentro del proceso negociador y cuando esa contradicción no es fruto de un cambio inesperado de las circunstancias concurrentes, sino del efecto previsible que esas decisiones iban a tener. Y mientras prosigue esta caótica estrategia, los pescadores españoles ya llevan más de 40 días apresados.

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