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EEUU y China, dueños del mundo

Algo ha cambiado en el mundo cuando grandes prebostes americanos dicen ya que nada de G-7, G-8 o G-20. Que lo que hace falta en el mundo, o sea, para Washington, es un G-2: China y Estados Unidos.

Cuando China despierte el mundo se estremecerá, habí­a dicho Napoleón. China parece que empezó a despertarse del sueño de la historia y de la pesadilla del comunismo a comienzos de los años ochenta del siglo pasado y lo que hizo fue ponerse a crecer económicamente a un ritmo no igualado por ningún otro paí­s durante tanto tiempo, porque la carrera continúa. Lo hizo con un capitalismo sui generis, envidia de otros subdesarrollados autoritarios, que quisieran la zanahoria sin soltar el palo. El palo es un régimen nominalmente comunista, con partido único que pretende una continuidad inconsútil con sus fuentes marxistas-leninistas y hasta una cierta rehabilitación de la figura de Mao, contra el que se levantó el original hí­brido que es el sistema actual. Nada es fácil de explicar en ese extraño conglomerado, pero la persistencia de la pata polí­tica del despótico régimen que tantas vidas costó la justifican sus responsables en términos de estabilidad, considerada como una condición necesaria para el progreso económico cuyos éxitos son tan visibles, pero de manera menos cacareada mas mucho más importante, como un requisito indispensable para la supervivencia misma de China. En su milenaria historia el inmenso paí­s ha tenido muchos momentos de descomposición y las, de otra manera, incontrolables tensiones de la salida del comunismo y del crecimiento desbocado, con la exacerbación de las desigualdades, podrí­an dar al traste con la unidad del Estado. Tras este razonamiento práctico se ocultan los intereses de la oligarquí­a que a través del partido gobierna el paí­s, beneficiándose de sus éxitos económicos, y la incapacidad de encontrar otra forma de legitimación que no los destruya a ellos mismos y socave la sacrosanta estabilidad contra la que se volverí­an si sintieran la amenaza de verse desposeí­dos. Nada garantiza, claro está, que este equilibrio pueda mantenerse indefinidamente y no hay ningún atisbo de que los que tienen la sartén por el mango piensen en la evolución de todo el tinglado.

El despertar económico lleva aparejado el renacimiento de antiguas reivindicaciones y la ambición a un papel internacional conmensurable con su nueva situación. La antigüedad en China se mide en miles de años y esa viejí­sima historia nos dice que en todas las fases de unidad y esplendor el imperio interno ejerció una efectiva hegemoní­a en toda la Asia oriental y suroriental. Los lí­deres actuales son conscientes de lo poco vendible que es esa reivindicación actualmente y eluden declaraciones hirientes, dejando que las realidades del poder dejen sentir su peso de manera eficaz. Más cautos, si cabe, se muestran con respecto a un futuro más lejano y a un ámbito planetario, pero los pasos que van dando son inequí­vocos y por lejana que pueda estar la meta China pretende ya desde ahora no ser menos que nadie y sin duda, cuando llegue el momento, estar en condiciones de ser más que cualquiera. Lo primero, la recuperación de posiciones históricas regionales, significa apartar de hecho todo obstáculo que le puede impedir asegurarse la cortés pleitesí­a de todos sus vecinos y el disfrute de una tácita esfera de influencia. Esto va de suyo y el objetivo diplomático serí­a ir poco a poco dejándolo fuera del ámbito de lo negociable.

El papel a escala mundial va para más largo y no se plantea más que de forma negativa: no se le puede exigir a China que renuncie a nada que otros tengan. Ha dado ya muchos pasos en el ancho mundo. La penetración económica en África puede ya calificarse de espectacular y progresa más que adecuadamente en América Latina. Pero su mayor éxito puede que pase desapercibido por demasiado obvio. No se trata de implantación geográfica, sino mental. Es ya lugar común en todos los continentes, islas e islotes que China es número dos y avanzando continuamente posiciones en dirección al número uno. Algo ha cambiado en el mundo cuando grandes prebostes americanos tanto de la ciencia polí­tica y los estudios internacionales como del ejercicio del poder dicen ya que nada de G-7, G-8 o G-20. Que lo que hace falta en el mundo, o sea, para Washington, es un G-2.

Imbuido de ese espí­ritu, Obama ha llevado su legendario encanto a pasear por la Gran Muralla y sus aledaños, sólo para comprobar lo insensibles que son los gobernantes de la zona a lo que fascina a las masas. Aunque los derechos humanos hayan recibido una ligera mención en sus manifestaciones públicas, cara a su propia galerí­a, Obama se los ha tragado en el trato con los jerifaltes, que consideran el tema de pésimo gusto. La prioridad de las prioridades era la cuestión de la moneda, que las autoridades de Pekí­n manipulan descaradamente para mantener siempre muy por debajo de lo que deberí­a ser su verdadero valor de mercado en una cotización libre. Esta es probablemente la segunda causa mundial de la actual crisis económica y un gran obstáculo a la recuperación en los Estados Unidos, pero ni en éste ni en otros puntos las buenas palabras de Obama han merecido concesiones por parte de sus interlocutores. El viaje sólo ha servido para confirmar esa posición de número dos que Washington confiere al paí­s asiático, sin que éste haya tenido que poner nada por su parte.

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