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David Jiménez Torres

Aminatu, Anna, Boris…

Es bastante probable que, viva o muera, regrese o se quede, la causa por la que está dando su vida no triunfe. ¿O es que vemos en la actitud del Gobierno marroquí en todo este asunto la voluntad de conceder a los saharauis lo que piden?

Hace más o menos un año empecé a escribir un relato sobre Boris P. y Anna P., dos almas unidas por el cielo ruso. Se trataba de una narración paralela de dos instantes: aquel en que Boris Pasternak entregó a un periodista italiano el manuscrito de Doctor Zhivago para que lo publicara en el extranjero, a sabiendas de que hacerlo le condenaba a una vida de acoso y aislamiento en la URSS; y aquel en que Anna Politkóvskaya fue asesinada en el ascensor de su casa, en Moscú, por su tenaz y constante lucha por los derechos humanos y por la libertad de la prensa en el nuevo Imperio de Putin. Dos instantes con un denominador común evidente, Rusia, y otro más importante, la libertad. Me parecía que valía la pena reivindicar a dos individuos que habían sacrificado sus vidas, aunque de forma distinta, por ideales mayores que ellos mismos; me atraía la posibilidad de ficcionalizar su pasión por la libertad, enmarcarla en los largos crepúsculos del cielo ruso.

El relato fue a parar a la papelera (del Windows, se entiende) por desánimo del autor. Aquella reivindicación me pareció otro error facilón de escritores y cineastas: sí, pintar aquellos dos instantes era bonito y lírico y todo lo demás, estaba bien honrarlos, pero cuando sucedieron de verdad no hubo un narrador que adornara con su prosa el instante de condena y muerte, no suspiraron violines, nadie le dio al botón del slow-mo. Sobre todo, nadie escribió "Fin" ni congeló la imagen. A Boris P. le sobrevivió por treinta años el régimen que le condenó; a Anna P. la sobrevive un Putin en la cima de su poder, que recibe tranquilamente a Obama y a los presidentes de la UE y les impone las condiciones que le vienen en gana. Este era el error de fijarse en historias personales: que nos permitía la huida a través de la concreción, que nos daba un instante que reivindicar, para luego poder volver la cabeza ante el proceso anterior y posterior. Un proceso en el que aquellos sacrificios por la libertad no valían nada. A Yoani Sánchez aún le duran los moretones, y los Castro siguen en el poder. Miguel Ángel no fue la última víctima de ETA.

Con Haidar me ha venido sucediendo algo parecido, si bien a menor escala. Por supuesto que hay que apoyarla y crear la presión social suficiente para que los que nos gobiernan la permitan volver a su país y junto a su familia. Pero después, ¿qué? La vida de Aminatu no se acaba al volver a poner los pies sobre la arena del Sáhara. En caso de volver, su temporada en España será un episodio minúsculo en su vida. Será infinitamente más importante para ella lo que acabe sucediendo con su pueblo. Y es bastante probable que, viva o muera, regrese o se quede, la causa por la que está dando su vida no triunfe. ¿O es que vemos en la actitud del Gobierno marroquí en todo este asunto la voluntad de conceder a los saharauis lo que piden? ¿O es que todos los que ahora escribimos y hablamos sobre ella no nos olvidaremos de su rostro y de su causa en cuanto ponga los pies en su patria, o al mes de que muera de inanición en Lanzarote, una vez acaben las vigilias y los minutos de silencio, y los actores regresen a los sets y los músicos a los escenarios? La victoria de Aminatu, se produzca como se produzca, será moral. Léase minúscula.

Y sin embargo... quizás es precisamente esto lo que nos enseñan Aminatu, Yoani, Reinaldo, Miguel Ángel, Anna P. y Boris P. Que la libertad en su forma más pura no se mide por su precedente ni por su consecuencia, por su provecho o irracionalidad. Que siempre es un sacrificio. Que por eso es tan escasa. Y que por eso vale la pena.

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