Menú
Javier Moreno

El mundo es nuestro

Los vientos que siembren ya los recogerán otros en forma de tempestades. Ellos, sus discursos, sus privilegios, el Estado protector (en este caso del planeta) y la superioridad moral e intelectual de la elite sobre el rebaño no son más que viento.

El hombre es el único animal del que, con propiedad, puede decirse que tiene propiedad, que crea propiedad, y al hacerlo da luz al derecho. El resto de los seres pugnan por el espacio, procurando en la medida de sus desiguales fuerzas y destrezas, de las que les dotó la selección natural, comer y no ser comidos. Como Thomas Hobbes afirmaba en su Leviatán, en principio, "cada hombre tiene derecho a todo".

La tierra no pertenece a nadie. El único capaz de dotar de propiedad a las cosas, de otorgar derechos y privilegios, el hombre, no toma posesión formal del planeta al que puso nombre mientras crecía y se multiplicaba en él. De hecho ¿qué es lo que hace quien pretende salvar a la tierra sino considerarla como propia? 

Pero en efecto, la tierra no es, en principio, de nadie. La hacemos nuestra, desde sus mismas entrañas, como un retoño inocente o un monstruoso octavo pasajero. Cada uno de nosotros tiene derecho a toda ella, de forma que sólo el derecho, la propiedad, podrían limitar nuestras desmedidas aspiraciones.

Zapatero, en su salsa, es decir, en medio de una gran farsa de carácter totalmente político, llamada Cumbre de Copenhague, despliega sus mejores argumentos, y añade a la sentencia de que la tierra no tiene propietario una coletilla que aparentemente lo contradice: salvo el viento. Pero ¿cómo? ¿No habíamos dicho que la tierra no era de nadie? Pero es que el viento no participa de la humanidad, ni siquiera del principio vital, salvo a los ojos de un animista. El viento no es más que una fuerza ciega que no obedece a otras leyes que las de la física. Decir que la tierra pertenece al viento es reforzar, de hecho, la primera afirmación de que no pertenece a nadie. No pertenece a un ser vivo intencional, capaz de establecer normas y contratos, sino a la irracional fuerza de los elementos. No pertenece al orden, sino al caos. No pertenece al derecho, sino a la arbitrariedad.

Y así llegamos al gran árbitro, el gobernante, que en esta farsa climática se llama Comunidad Internacional, una especie de monstruo Frankenstein creado con los cuerpos de los Leviatanes estatales y el cerebro de un idiota. Sin duda algo muy parecido a un viento poderoso, un gigantesco huracán que barre toda oposición no por la validez y certeza de sus razones, sino por su tamaño e impetuosidad.

Alguien podrá objetar, flotando a favor de la corriente de ese viento, que lo que se hace en Copenhague es precisamente tratar de establecer normas, contratos, derecho, orden y, de alguna forma, propiedad. Que incluso la arbitrariedad obedece a una voluntad. Que juego con las palabras para no decir nada. Pero quien esto diga no ha comprendido lo fundamental: quien juega con las palabras, las normas, los contratos, el derecho y el orden para no decir nada son nuestros gobernantes reunidos en esa cumbre meramente política. Así, hablar del viento como propietario no desentona salvo porque se supone que ahí son científicos y quienes les apoyan, no jefes tribales animistas o líderes religiosos iluminados. En el fondo, todo lo que allí hablan, debidamente articulado en el lenguaje de la ciencia, pero subyugando a la ciencia por el consenso, es viento. Un fuerte viento con el que pretenden cambiar el mundo para que todo siga igual. Los vientos que siembren ya los recogerán otros en forma de tempestades. Ellos, sus discursos, sus privilegios, el Estado protector (en este caso del planeta) y la superioridad moral e intelectual de la elite sobre el rebaño no son más que viento. Todo para poder decirse, en su fuero interno, con relativa paz de espíritu: "El mundo es nuestro".

En Tecnociencia

    0
    comentarios