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Ángel Martín Oro

Ignorancia económica irresponsable

Los planes públicos de estímulo apoyados en el déficit pueden tener efectos aparentemente benignos a corto plazo, pero resultar una mera falsa ilusión en el medio y largo plazo.

Si una cosa buena tienen los políticos cuando hablan en público, es que pueden servir de inspiración para escribir columnas como ésta. Tras unos pocos minutos leyendo la prensa o viendo el telediario para sentir el suficiente incentivo, normalmente materializado en una leve desazón, de escribir unas líneas.

El elegido en este caso es el presidente de Aragón, Marcelino Iglesias, en una reciente comparecencia de la que se hacía eco ADN. Allí sostenía algunas ideas acerca de la recuperación económica que, a pesar de su difusión y popularidad, adolecen de serios problemas.

Dijo con optimismo que en Aragón se empezará a "crear empleo" en el segundo semestre de 2010; recordó que el haber crecido un 0,03% en el tercer trimestre de este año suponía "el principio del fin de la recesión"; y explicó que para generar empleo es necesario que la construcción remonte el vuelo y se sitúe "cerca del 11% del PIB".

Pese a parecer frases inocuas, sencillas, y para muchos obvias y sensatas, en realidad y en el fondo esconden ideas importantes que merecen la pena ser analizadas críticamente.

Iglesias sugiere que la recuperación comienza cuando dejan de caer el Producto Interior Bruto y el desempleo. Aunque esto pueda parecer innegable, lo cierto es que aquí se dejan de considerar factores fundamentales. Y es que ni el aumento del PIB ni del empleo de forma coyuntural tienen por qué significar necesariamente creación de riqueza real.

Esto se debe, en parte, a que estos indicadores no evalúan en qué medida la producción o el empleo sirve para satisfacer las necesidades de la gente. Tanto la producción de ordenadores altamente demandados, como la construcción de una estatua por parte de un dictador, contarán igual en el PIB. Tanto los trabajadores utilizados en servir la comida en un restaurante, como quienes se dedican a cavar zanjas y volverlas a llenar, se sumarán de la misma forma al número de empleados. Los indicadores pueden inducir a graves confusiones.

Ésta es, precisamente, la tesis que sostiene el economista norteamericano Robert Higgs en su trabajo ¿Prosperidad en tiempo de guerra?: Una revaluación de la economía estadounidense de los 1940s. En él trata de refutar la popular idea de que la Segunda Guerra Mundial devolvió la prosperidad a los Estados Unidos tras más de una década sumida en la Gran Depresión. En efecto, si uno observa los datos agregados como el PIB o el empleo, debería concluir que la guerra tuvo consecuencias económicas inmejorables.

Pero, como dicta el sentido común, nada más lejos de la realidad. Si uno escarba y analiza los datos y el contexto en profundidad, coincidirá con la observación de Ludwig von Mises –que encabeza el artículo de Higgs– de que "la prosperidad de la guerra es como la prosperidad que genera un terremoto o una plaga", es decir, falsa.

Así, además de que buena parte del empleo generado fueran soldados reclutados obligatoriamente o mujeres que tuvieron que ponerse a trabajar, y de que el aumento de producción fuera destinado principalmente a material bélico –lo que difícilmente haría aumentar el bienestar de la población–, aún existe otra razón clave para explicar la confusión de los indicadores: no se pueden comparar datos de variables económicas cuando el contexto institucional cambia radicalmente, sostiene Higgs. Y esto es precisamente lo que ocurrió: en unos pocos años se pasó de una economía de mercado a una economía cuasi planificada, para volver, al finalizar la guerra, de nuevo a una economía de mercado.

De igual manera, el PIB y el empleo pueden crecer a tasas elevadas, como sucedió en los años pasados, y en cambio estar sembrando las semillas del próximo periodo de recesión económica, a través de un crecimiento inflacionario que no se sustenta en el ahorro y el progreso tecnológico, sino básicamente en una expansión crediticia que genera malas inversiones.

Asimismo, los planes públicos de estímulo apoyados en el déficit pueden tener efectos aparentemente benignos a corto plazo –que se reflejen en estos macro-indicadores–, pero resultar una mera falsa ilusión en el medio y largo plazo. Esto es lo que les ha sucedido, por ejemplo, a los alemanes con el programa de ayudas públicas al sector del automóvil.

Por último, como señalábamos arriba, Iglesias también explicó la necesidad de que el sector de la construcción se sitúe cerca del 11% del PIB para generar empleo. Independientemente de que generar empleo per se sea un objetivo sensato o no, lo que sí que no es sensato –y parece provenir de una mentalidad planificadora muy acentuada, "fatal arrogancia" la llamó Friedrich Hayek– es que sean los políticos –o sus consejeros– quienes determinen qué participación sobre la producción total debería tener un sector particular.

Por otro lado, sostenía Julio Rodríguez, ex presidente del Banco Hipotecario y de Caja Granada, que "la construcción en cualquier país normal siempre está en torno al 4% o 5% del PIB". ¿Qué sentido tiene lo del 11%? Ante semejante sinsentido, uno se plantea si Iglesias no se equivocaría de número.

La actitud mostrada por las declaraciones de Marcelino Iglesias –y de otros muchos como él– encaja perfectamente en la brillante cita de Murray Rothbard, donde dijo que "No es ningún crimen ser ignorante en economía... Pero es totalmente irresponsable mantener una opinión fuerte y vociferante sobre asuntos económicos aún permaneciendo en ese estado de ignorancia".

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