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EDITORIAL

Los culpables tienen que pagar

Quienes se preocupan más por personas como Rafael García que por María del Mar Bermúdez no hacen sino sembrar la semilla para que existan más delincuentes, que no temerán el castigo, y venganzas al margen de la ley.

Existe cierto debate sobre la conveniencia de entrevistar o no a los terroristas. Pese al indudable interés que puedan tener, lo cierto es que el terrorismo tiene una evidente función propagandística, a cuyo objetivo se sirve de altavoz cuando se les da una oportunidad de expresarse en público. No sucede lo mismo con otro tipo de criminales. Y, sin embargo, la entrevista que ha hecho Telecinco a uno de los asesinos de Sandra Palo ha provocado una justificable indignación no ya a los padres de la víctima, sino a buena parte de la sociedad.

El problema ha sido el tratamiento que ha recibido "Rafita" por parte de los periodistas que han participado. Pese a que la autora de la entrevista asegurara que su trabajo no es "entrar a valorar nada, sólo contar historias", lo cierto es que resulta imposible no hacer valoraciones en un caso así, y las suyas permearon todo el reportaje. El mero hecho de considerar un niño a una persona de 14 años que viola, tortura, atropella y finalmente quema viva a una chica con deficiencia mental ya supone hacer una valoración; mucho más si se habla de su "hogar desestructurado" y se asegura que Rafita cuenta "el horror de aquel día", como si él fuera la víctima.

No obstante, lo más grave es que el modo en que se ha hecho y emitido esta entrevista revela una manera de pensar que, entre otras cosas, ha producido engendros como la Ley del Menor, esa que ha permitido que Rafael García esté en la calle delinquiendo, y en 2011 cumplan sus penas otros dos más. Una visión que lleva a tratar a autores de crímenes repugnantes como si hubieran robado un caramelo en una tienda de golosinas. Una visión que tiende a despreciar el sufrimiento de las víctimas y sus familiares, y centrarse en el culpable, al que con frecuencia consideran como una víctima de la sociedad y de su entorno, y no como una persona responsable de sus propios actos y que debe pagar por ellos.

Sin duda no deja de ser un avance en la civilización que hayamos dejado de tomarnos la justicia por nuestra mano y hayamos delegado en un sistema en el que son los profesionales los que se encargan de perseguir y castigar a quienes hacen daño a los demás, ofreciendo garantías suficientes de que no paguen justos por pecadores. Pero cuando el origen y la justificación de nuestro sistema penal se pierden en el tiempo, existe el riesgo de confundir la función del mismo, que no es reinsertar al delincuente, por más que lo diga nuestra Constitución, sino castigarlo. De hecho, si el único propósito de una pena de prisión fuera la reinserción, no tendría sentido imponer un tiempo determinado de privación de libertad; el preso debería estar allí hasta que se le considerara arrepentido y se concluyera que no volverá a las andadas.

Es un milagro que con tantos casos flagrantes de injusticias cometidas a favor del criminal no hayamos tenido en España casos sonados de padres, hermanos o parejas que decidan vengarse del delincuente favorecido por nuestras leyes o nuestros jueces. Y lo es porque se han dado motivos más que sobrados para perder por completo la fe en la justicia española. Quienes se preocupan más por personas como Rafael García que por María del Mar Bermúdez no hacen sino sembrar la semilla para que existan más delincuentes, que no temerán el castigo, y venganzas al margen de la ley, al saber las víctimas que ésta no las atenderá. No hay mejor manera de multiplicar el número de unos y otras.

La única víctima es el inocente, y quien comete un delito debe ser castigado en proporción a su culpa. Ésa debe ser la base de todo sistema penal justo. De ahí que lleve resultando urgente reformar la Ley del Menor, que no se basa en ese principio, desde que se aprobó en las Cortes.

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