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Guillermo Dupuy

El político y el científico

Que los socialistas traten de sostener un ineficiente sistema colectivista, estrangulando con un nuevo giro de tuerca al ciudadano, tiene sentido; que lo hagan quienes pretenden ser portavoces de una alternativa liberal al mismo, no lo tiene en absoluto.

La política se hace con la cabeza y no con las otras partes del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a una causa sólo puede nacer y nutrirse de la pasión, si ha de ser una auténtica actividad humana y no un frívolo juego intelectual

Max Weber

Por mucho que fuera de esperar, no les puedo ocultar mi decepción al comprobar cómo ninguno de los medios impresos del llamado centro-derecha español ha abogado por un sistema de pensiones privado de capitalización individual con ocasión de los parches liberticidas propuestos por el Gobierno para hacer sostenible el consustancialmente ineficiente sistema público de reparto que actualmente padecemos. Hay algunos de estos medios que incluso han calificado este bandazo del Gobierno como un giro hacia las "posiciones liberales" en materia de pensiones.

No voy a negar que las propuestas por parte del Gobierno de ampliar la edad de jubilación hasta los 67 años, o la más reciente de elevar de 15 a 25 años el tiempo para calcular el importe de las pensiones, no supongan –en el hipotético caso de mantenerse– un evidente cambio en el discurso de Zapatero, que hasta ahora se había caracterizado por el más irresponsable inmovilismo. Ahora bien, no nos engañemos. Este cambio tiene como objetivo mantener un sistema que nada tiene de liberal y que seguirá constituyendo una agresión a los pensionistas. Que el socialista trate de sostener un ineficiente sistema colectivista, estrangulando con un nuevo giro de tuerca al ciudadano, tiene sentido; que lo hagan quienes pretenden ser portavoces de una alternativa liberal a dicho sistema, no lo tiene en absoluto.

Aunque las propuestas de reforma tengan la virtud de hacernos conscientes del precipicio al que nos lleva el inmovilismo en materia de pensiones, nada garantiza que acometerlas dentro del actual sistema y a costa del contribuyente/pensionista sea la solución.

Mi admirado profesor Barea, una de las personas que más insistentemente han denunciado el peligro que nos acecha si no hacemos nada en el terreno de las pensiones, ha reiterado en este periódico una serie de propuestas de reforma, tales como suprimir las jubilaciones anticipadas, elevar la jubilación forzosa a los 70 años o extender a todo el periodo contributivo la base reguladora para calcular el importe de las pensiones. Para mí estas propuestas constituyen una de las mejores razones, no para acometerlas, sino para intentar que la sostenibilidad del sistema público de pensiones deje de ser, por el bien de los pensionistas, un objetivo político. Ciertamente, ¿qué sistema de pensiones es éste que la única forma de lograr que sea sostenible es la de incrementar el perjuicio de sus supuestos beneficiarios? ¿Acaso es el pensionista el que debe estar al servicio del sistema, y no al revés?

Creo que en este terreno de las pensiones y de su posible solución estamos asistiendo a un deprimente debate que libran, por un lado, los que irresponsablemente ignoran el problema, frente a los que caen en lo que Marías llamaba el "prejuicio de la medicina amarga". Y es que, como algunos medicamentos son de sabor desagradable, y a pesar de ellos beneficiosos, se ha deslizado el prejuicio de que la medicina buena es amarga, o la amarga es buena. "Son muchos los que creen –afirma Marías– que la virtud principal de las inyecciones reside en lo molesto del pinchazo".

Nada más lejos de mi intención, sin embargo, reivindicar la "ética indolora" de Zapatero o de negar el hecho de que en numerosas ocasiones los sacrificios son necesarios para evitar males mayores. Lo que pido es conciliar lo que Max Weber llamaba la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción y poder constatar la dura realidad sin renunciar por ello a una forma estimulante e ilusionante de cambiarla.

No nos limitemos, pues, a una objeción contable que raramente convoca al entusiasmo. Aboguemos con convicción por el sistema de capitalización individual –sobre todo los que más saben del mismo, como el profesor Barea–, explotando no sólo su mayor eficiencia sino también la mayor libertad y soberanía que concede al trabajador sobre el fruto de su trabajo.

Ignorar, por el contrario, este sistema que tan agradables resultados y beneficios ha traído en el creciente número de países que lo han puesto en práctica, nos aboca a una estéril y amarga "solución", ante la cual muchos, simplemente, volverán a no querer afrontar el problema.

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