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José T. Raga

¿Ganas de enredar?

¿Está Zapatero simplemente saliendo al paso de una situación de caos para que, mientras la sociedad mantiene la esperanza de que todo esto servirá para algo, a él se le deje tranquilo, sin demasiado alboroto?

Y, sinceramente, no creo que la situación del país esté para enredos. El Gobierno, sin embargo, parece no enterarse y sigue predicando a troche y moche la virtud del consenso, el escenario del dialogo y el proceso indiscutible de la negociación. Es más, quien cerró ojos y oídos a las voces más cualificadas, nacionales e internacionales sobre la gravedad de la crisis que afectaba a nuestra economía y, mirando para otro lado, aseguró que se trataba de desaceleraciones sin importancia, saca ahora pecho como paladín del diálogo y de la apertura en la búsqueda apresurada de soluciones económicas –digo yo que apresurada, pero tampoco estoy seguro de que esto no sea una simple fachada, como en tantas ocasiones– que permitan un itinerario de recuperación y de alivio, al menos, si no la solución a los tantos males que aquejan a la población española y, fundamentalmente, a la de menor renta.

La creación de esa Comisión nos pareció desde el primer momento un insulto para la inteligencia y un fiasco para los objetivos que dice perseguir. Compárese, si no, con la Comisión que se creó para la salida de la crisis de 1929-1930, la que entonces se llamó "Comisión contra el Paro". Estaba formada por cuatro economistas de la Escuela Sueca, una de las de mayor relieve en la época: Bertil Gotthard Ohlin, Gunnar Myrdal, Gösta Bagge y Dag Hammarskjöld (éste, años después, moriría en dramáticas circunstancias siendo secretario general de las Naciones Unidas). Cualquier comparación es odiosa pero cualquiera de ellos se situaba, sin pretenderlo, a años luz de la señora Salgado, vicepresidenta económica, del señor Sebastián o del señor Blanco.

Una Comisión que pretenda resolver problemas, que trate de encontrar solución al grave deterioro de la economía y a sus desequilibrios, necesita personas abundantes en conocimiento y libres en el pensamiento. La idea de que una Comisión tiene como objetivo prioritario negociar, sin referentes, tratando de sacar el mejor partido a la negociación, es, simplemente, una farsa que disparando fuegos artificiales mantiene entretenida y con la boca abierta a la gente, ocultándose tras el disparo final, para no estar presente en el momento de la constatación pública de que todo aquel ruido era sólo eso, ruido.

Por lo tanto no se precisa de habilidosos que como truhanes son capaces de engañar sin el mínimo reparo, vendiendo lo inexistente; tampoco se requiere la presencia de encajadores a los que no hace mella cualquier golpe argumental, por riguroso que sea; no es lugar tampoco para los complacientes que, dispuestos a agradar y a dejar constancia de su simpatía están predispuestos a transigir sin apenas resistencia a las propuesta más absurdas y perjudiciales para el objetivo pretendido; y menos aún conviene que se cuente con los complacientes tramposos, cuya complacencia les lleva a aceptar formalmente cualquier propuesta que ya, desde ese mismo momento, no piensan cumplir. Es evidente que no estaba yo pensando en nadie, pero estoy seguro de que a ustedes, con su mayor sagacidad, les habrán venido a la mente un buen número de ejemplares que deambulan por el espacio público de nuestra Nación. Dirán que también los hay fuera y, desde luego, así es, lo que ocurre es que soy partidario de que cada cual arregle primero su casa antes de intentar arreglar la del vecino; de no ser así se corre el riesgo que corrió nuestro presidente de predicar en Europa cómo se sale de la crisis, cuando en su casa la recesión ahondaba sus efectos cada día y sigue ahondando hoy, en una población cercana a la extenuación.

Esa Comisión, y las horas que la misma dedique a la tarea encomendada –que realmente no aseguro cuál pueda ser–, no harán más que enredar si no toman el tema con la seriedad que requiere. Sobre la mesa tienen que estar los problemas nucleares de la crisis en la España real; aunque no nos gusten y aunque nos moleste tratarlos. Temas que deben ser estudiados y profundizados con el máximo rigor, olvidando las monsergas de los consensos que, con el máximo respaldo, nos pueden conducir a la muerte súbita. Todos los que tengan algo que aportar a ese estudio, deben hacerlo; añadir análisis desde prismas diferentes, enriquece el conocimiento y disminuye el riesgo de error. Alguien o algunos deben apartar las barreras ideológicas –aquellas a las que se refería el presidente como obstáculo para sus decisiones, aunque éstas fueran las adecuadas– precisamente porque sólo desde el estudio abierto y libre se podrá encontrar una luz en el oscuro momento en que vivimos.

Si el proceso se desarrolla así, para nada necesito un consenso: es el que gobierna el que tiene que tomar la decisión, porque para eso está. Ahora bien, si no es así el análisis que se hace de la crisis y de las medidas eficaces para resolverla, el consenso no es otra cosa que un instrumento para encontrar cómplices conniventes de la decisión, que tendrá como resultado la mayor ruina de la población.

¿Está el presidente pensando en algo semejante? ¿Está simplemente saliendo al paso de una situación de caos para que, mientras la sociedad mantiene la esperanza de que todo esto servirá para algo, a él se le deje tranquilo, sin demasiado alboroto, a ver si mientras tanto llegan las elecciones?

La verdad es que no sé lo que hay en la mente del presidente, en el supuesto de que haya algo. Lo que sí que sé es que lo que dice la crítica de que está ganando tiempo, a mi forma de ver es justamente lo contrario: está perdiendo tiempo y, aunque dramático, hay que afirmar que el día, la hora que se pierde, nunca más nos volverá a ofrecer la oportunidad de aprovecharla. El tiempo es un recurso no renovable y el presidente, al que tanto le gusta lo de la economía sostenible, debería de saberlo.

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