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Gina Montaner

Mientras el cuerpo resista

El movimiento "antienvejecimiento" domina estos tiempos donde sobran los aspirantes a Dorian Gray, aferrados a la eterna juventud a pesar de la ancianidad de sus huesos.

Si alguna vez hubo un sueño americano, éste se ha evaporado con la recesión. La época en la que los estadounidenses se jubilaban con cuantiosas pensiones tras haber trabajado durante años en empresas sólidas, pertenecen a evocaciones de una era dorada. Con los vaivenes de la bolsa los ahorros de toda una vida, atesorados en un 401 K que garantizaba un retiro decoroso con golf incluido, han menguado hasta dejar en la ruina a muchas personas a punto de alcanzar la edad de la jubilación.

Ese es el desolador panorama para una legión de trabajadores que, hasta el otro día, estaban seguros de que su esfuerzo y productividad, en un país donde tener dos semanas consecutivas de asueto es un lujo, se verían recompensados con una jubilación digna. Pero la realidad nos ha golpeado de frente y es imposible librarse del varapalo. Si hasta ahora la edad del retiro era a los 67 años, todo indica que en un futuro no muy lejano habrá que aplazar el momento del descanso bien merecido. Según las proyecciones económicas, no habrá presupuesto suficiente en las arcas públicas para devolverle a la tercera edad el fruto de su aporte, lo que generará la necesidad de prolongar la vida laboral.

En realidad estamos ante una situación paradójica: debido a la crisis económica, muchos individuos próximos a la cincuentena han sido despedidos y los han sustituido jóvenes dispuestos a adquirir experiencia a cambio de menos sueldo. Pero la gente entre 50-60 años tampoco ha podido quedarse en sus casas disfrutando de prejubilaciones sustanciosas o jugosas carteras de retiro porque cuando el sistema financiero colapsó, lo hizo llevándose por delante las reservas que éstos habían acumulado.

Recientemente el New York Times publicó un reportaje dedicado a hombres y mujeres que a partir de los 55 años han tenido que "reinventarse" después de haber perdido sus empleos. Y es que cada vez hay más personas en este tramo de la vida que deben buscar otras avenidas si quieren salvarse de una vejez pobre y sin recursos. Según datos del Small Business Administration, los trabajadores por cuenta propia entre los 55-64 años han aumentado un 52% de 2000 a 2009.

Es cierto que en febrero las cifras de desempleo disminuyeron. A pesar de que la mayoría de los economistas considera que seguimos atrapados en la recesión, el índice de parados no ha excedido el 10%. Lo inquietante es que 4 de cada 10 estadounidenses ha estado en paro seis meses o más y afecta, sobre todo, a un sector de la población que ya ha ingresado en el otoño de sus vidas.

Qué más quisiera uno que estar próximo a ese momento de la liberación de los rigores laborales, con planes para cultivar tantas pasiones adormecidas por el neón de los habitáculos. Pero hoy en día es más una fantasía que una posibilidad real para los que ya comienzan a recibir folletos de comunidades de jubilados a orillas del mar. Lo más probable es que, con casi setenta años, uno no esté recibiendo lecciones de alfarería, sino, con suerte, trabajando media jornada en un supermercado.

Y hete aquí la madre de todos los contrasentidos: en una sociedad donde el culto a la juventud ha creado una sicosis por el botox para ocultar el inevitable viejazo, ¿quién va a emplear al ejército de incipientes vejetes que están destinados a laborar hasta que las arterias se fundan? Estamos hablando de un país donde los cirujanos plásticos ofrecen a los desempleados en edad madura retoques faciales gratuitos a modo de anzuelo para reinsertarse en la noria laboral. Porque de lo que se trata es de ocultar a toda costa nuestra verdadera edad, sumidos en una inútil carrera por conquistar la inmortalidad y dar gato por libre en los empleos y en la cama.

El movimiento "antienvejecimiento" domina estos tiempos donde sobran los aspirantes a Dorian Gray, aferrados a la eterna juventud a pesar de la ancianidad de sus huesos. Al paso que vamos, estamos condenados a laborar mientras el cuerpo resista.

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