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José T. Raga

Pensiones, aborto e impuestos

Hace apenas unos días, el señor ministro del ramo –el de Trabajo y Seguridad Social– seguía afirmando que el sistema tenía una salud de hierro. De ser cierto, ¿qué necesidad hay de reformarlo, restringiendo los derechos de los afiliados?

En este país nos estamos acostumbrando a mantener la incongruencia como norma y a que lo esperpéntico sea la moneda con la que se comercia para lo aceptable y para lo aberrante. Por eso parece que nada pueda sorprender al español que ha perdido esa maravillosa capacidad para el asombro, contemplando sin parpadear las situaciones más insólitas y escuchando los mensajes más inconcebibles. Yo todavía me resisto a ello, aunque tengo que reconocer que con escasa fortuna.

Los tres vocablos que figuran en el título que he dado a estas líneas están presentes conceptualmente en el escenario social español y, lo están, con toda la visceralidad que el español es capaz de poner en cualquier asunto, aunque no crea en él o, creyendo no le importe lo más mínimo; al fin y a la postre, la actitud visceral satisface sólo por el hecho de llevar la contraria a quien formuló el principio que pretende destruir.

La realidad española es más fascinante todavía cuando se constata la coincidencia en personas o en ideologías de defensas o de ataques que de suyo son argumentalmente contradictorios; de aquí que, sin ánimo de atacar a nadie, estas palabras escritas traten de mostrar, cuando menos, mi asombro por la situación.

La izquierda más izquierda y la izquierda no tanto en el límite están deshaciéndose en un ataque furibundo a la idea del Gobierno de modificar las condiciones de la jubilación y, por tanto, de la percepción de la pensión correspondiente. De hecho no están de acuerdo con la prórroga de dos años (hasta los sesenta y siete) sobre los sesenta y cinco para la percepción plena de la pensión, suponiendo que se tengan acreditados los años de cotización exigibles. Como tampoco se admite que se aumenten los años para el cálculo de la base reguladora, determinante de la cuantía de la prestación por jubilación.

Lo plantean como si de un capricho del Gobierno se tratase y no de una necesidad por insolvencia próxima del Sistema de Seguridad Social. Es bien cierto que razones tienen para pensar así, pues hace apenas unos días el señor ministro del ramo –el de Trabajo y Seguridad Social– seguía afirmando que el sistema tenía una salud de hierro. De ser cierto, ¿qué necesidad hay de reformarlo, restringiendo los derechos de los afiliados?

La gratuidad de nuestro querido pueblo, de todos nosotros, es que ni siquiera nos planteamos de dónde sacaremos el dinero, que no existe, para atender a las obligaciones sin modificar los derechos de los afiliados. Eso por lo visto se le deja a la Providencia divina, aunque no se crea en Dios.

Si se pensara un poco en el problema llegaríamos a una conclusión básica que se deduce como cierta, al margen de la coyuntura económica en la que estamos viviendo, que agrava la situación, pero no es la causante de la misma. La conclusión a la que me refiero es que la quiebra de un sistema de reparto se produce cuando la población que inicia su vida –que serán los cotizantes de mañana– decrece de forma notable, mientras que aumenta de manera sustantiva también la población que termina, es decir, los ancianos, los pensionistas (de ello se encargarán los avances en la medicina, en la alimentación, en las costumbres, etc.). Ese es, y no otro, el núcleo del problema. A eso se añadirá después el desempleo, la disminución de la recaudación impositiva, el aumento del gasto público y todo lo demás.

Desde siempre, por mucho que vociferen los gays, las lesbianas y algunos otros, las familias, aquellas fundadas en la unión de un hombre y una mujer, han venido prestando un gran servicio a la sociedad, haciendo posible su sostenimiento y, en largos períodos de la historia, su crecimiento. La situación hoy, para vana gloria de algunos, ha cambiado de forma radical, instalándose en la sociedad dos notas del llamado progreso: una, el triunfo de la homosexualidad y del lesbianismo y el emparejamiento socialmente estéril entre ellos, y la otra, para cuando haya fruto de las uniones que no reúnan aquellas características, diseñar un derecho a abortar –es decir a aplicar la pena de muerte a un inocente sin proceso previo– aunque con cierto eufemismo se le conozca como interrupción voluntaria del embarazo.

Es evidente que cada aborto –este año, en España, los datos oficiales dicen que más de 115.800 mujeres han abortado– es un niño menos que habría colaborado a la grandeza de la sociedad –quizá habría sido un gran físico, o un gran compositor, o un gran médico o un gran político, o simplemente, que no es poco, una gran persona– además de contribuir a su sostenimiento y al sostenimiento del sistema de pensiones como cotizante en su vida laboral activa. Si esto es así, ¿cómo se puede estar proclamando el aborto como un avance social, al tiempo que los mismos se oponen a la reforma del sistema de pensiones para asegurar su solvencia financiera?

A mí se me ocurre una idea para paliar una parte del problema, si se quiere la menos importante, porque la que lo es más, la vida del niño, esa ya no tiene remedio. Pero desde esa tristeza y reparando únicamente en la faceta financiera, que por lo visto es la que más preocupa, ¿por qué no establecer un tributo a las madres abortistas de tal modo que por cada aborto ingresaran en el Tesoro Público un importe igual a la cotización que el niño abortado habría aportado a la Seguridad Social durante toda su vida laboral? De este modo, la sociedad se seguiría privando del físico, del médico o del filósofo, pero dispondría de la contribución económica que estos habrían satisfecho solidariamente a la comunidad. Por otra parte, parece natural que el ejercicio de un derecho individual, más todavía si se trata de un derecho dativo otorgado por el poder, genere una aportación coactiva a los fondos públicos para beneficio de la sociedad en su conjunto. Lo contrario sería dar vía libre al triunfo del egoísmo. Seguramente, con estas contribuciones, el sistema de pensiones públicas recuperaría la solvencia y no tendrían los españoles, al modo a como lo hace el ministro Corbacho y el presidente del Gobierno que acudir a constituirse un fondos privados de previsión para la vejez.

Denle una vuelta porque a lo mejor esta idea, todavía muy sin depurar, puede darnos una salida al problema.

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