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Javier Moreno

La guerra de la Justicia

Para los progresistas es la sociedad, como conjunto, la que nos hace buenos o malos. Así, la responsabilidad individual se diluye y la arbitrariedad de los gobernantes se convierte en el único patrón válido.

La actualidad está repleta de noticias relacionadas con el sistema judicial. No se trata de noticias sobre procesos concretos que dentro de él se desarrollen de forma más o menos armónica. Versan sobre el mismo sistema y su defectuoso funcionamiento, en el que la prevaricación al por mayor y el doble rasero progresista son síntomas de una enfermedad claramente política, de politización de la justicia, de la que la primera víctima mortal es Montesquieu, con su división de poderes. 

Juan José Cortés, que hubiera preferido no ser conocido como "el padre de Mari Luz", se cambia de partido político, que no de chaqueta, porque quiere que haya justicia, no buenismos. El juez Garzón recibe el apoyo unánime de los titiriteros de la ceja, que desean que siga instruyendo sus diversos procesos políticos contra los fantasmas de la derecha. Mientras el silencio "sanitario" se hace alrededor juez Ferrín Calamita, desahuciado de la carrera judicial porque tuvo la osadía de desafiar con su inacción un dictado político. Y los políticos de la inmarcesible izquierda revolucionaria del otro lado del charco se soliviantan cuando otro juez español, Eloy Velasco, ordena arrestar a los terroristas a los que dan cobijo y prebendas. Y ello por no hablar del 11-M, de infausto aniversario.

Del derecho y de su hija la retórica esperamos que sirvan a la justicia y a la verdad. Pero una perversión de la idea de justicia conduce inexorablemente a la desvirtuación de la verdad. El noble arte de la retórica se desnaturaliza al ponerse, en estos casos, al servicio de la mentira, y las palabras se vacían de contenido, convirtiéndose en armas en la lucha por la supervivencia dentro de un debate, y no en escalones que nos ayuden a llegar más alto en el entendimiento cabal de las cosas. Los argumentos son los soldados que se llevan a morir a la guerra sin cuartel contra toda certeza o evidencia contrarias a los propios ideales y designios (a la propia idea torcida de justicia y al afán de aplicarla).

Igual que Calígula puso a sus tropas a combatir desde la playa al mar para luego celebrar un triunfo contra Neptuno, hoy los relativistas morales, disfrazados de defensores de la justicia, se empeñan en demostrar que lo negro es blanco y lo blanco, negro. Cuando se baten en retirada frente al ejército argumental mejor pertrechado y entrenado de sus oponentes, hacen como el calamar, asegurando que todo está cubierto por un gris de densa niebla y nada se puede saber a ciencia cierta. Al final, el resultado neto del relativismo moral es el beneficio del malo y el perjuicio del bueno.

¿Por qué precisamente los más dados a la arbitrariedad, es decir, a guiarse por el puro capricho y no ceñirse a las normas o a la razón en su actuar, se presentan a sí mismos como los supremos defensores del derecho y la justicia? Sencillamente porque al público no se le puede robar directamente, sino que hay que engañarle primero, lo que requiere una elaborada ceremonia interpretativa, que se sucede a lo largo de las generaciones bajo diversas etiquetas cargadas emocionalmente como "socialismo", "progreso", "pueblo", etc. Y frente a los adversarios ideológicos, esto es, frente a los que anteponen el conocimiento a la ideología, hacen uso de epítetos de gran sonoridad, tales como "fascista" "reaccionario", "neoliberal", "neocon", "ultraderecha" etc.

El deseo de justicia es connatural a nosotros, únicos animales morales capaces de concebirla. Tenemos mentes morales, como ha comprobado Marc Hauser. Probablemente debido al desarrollo del lenguaje y, con él, de una más profunda y rica capacidad simbólica, los humanos hemos saboreado el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, ese cuya misma proximidad estaba expresamente prohibida por Dios en el Paraíso. Hasta los más crueles tiranos no son lo suficientemente cínicos para no ver algo de justicia en su propia causa, ni lo suficientemente temerarios para no disfrazarla de justa. La única forma de dirimir la legitimidad de los diversos actos humanos es de acuerdo a un patrón universal, pero la mera existencia de dicho patrón, como la del árbol del conocimiento, es tabú. Para los progresistas es la sociedad, como conjunto, la que nos hace buenos o malos. Así, la responsabilidad individual se diluye y la arbitrariedad de los gobernantes se convierte en el único patrón válido.

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