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José García Domínguez

Mayor Oreja

Al ex ministro del Interior le asiste la íntima convicción de que aquel Zapatero perito en identificar hombres de paz en las zahúrdas no ha dejado de ser igual a sí mismo tras el cambio de legislatura.

Resulta enternecedor el llanto inconsolable de ese coro de vírgenes impolutas, las plañideras del Gobierno, ante la muy intolerable afrenta a que acaba de someterlas Jaime Mayor; enternecedor e inopinado, por cierto. Y es que en buena lógica cartesiana debiera llenarlas de gozo, cuando no de legítimo orgullo, que Mayor barrunte para sí que aún andan en lo suyo de siempre, o sea, en el "final dialogado de la violencia" tan caro a sus oídos. A esos efectos puramente estimulantes, que el vasco yerre o no habría de ser lo de menos. ¿O acaso no sentenciaron ellas mismas en solemne y ominosa declaración parlamentaria que la política está llamada a finiquitar el terrorismo? La política, no la Guardia Civil; la política, no la Gendarmería. ¿A qué viene entonces tanto crujir de dientes y tanta lágrima de cocodrilo?

Cierto es que las pruebas de cargo ofrecidas por Mayor son puro calco milimétrico de las que aportó Cospedal a cuenta de su célebre espionaje dizque telefónico; esto es, ni más sólidas, ni menos líquidas e igual de gaseosas. Ocurre, simplemente, que al ex ministro del Interior le asiste la íntima convicción de que aquel Zapatero perito en identificar hombres de paz en las zahúrdas no ha dejado de ser igual a sí mismo tras el cambio de legislatura. Certeza que no hace de él ni un miserable ni un desvergonzado, tal como se han apresurado a descalificarlo Blanco, De la Vega, Alonso y demás apologetas amnésicos del "proceso". Que ya apenas falta ver a la Nierga saltando a escena, iracunda, para tildarlo de felón y rastrero por pretender que los socialistas pudiesen andar en algún dialogo con ETA.

Y, sin embargo, desbarra Mayor en la premisa moral sobre la que se sustenta su argumentación toda; es decir, en el supuesto implícito de que el proceder de Zapatero obedecería a algún imperativo que fuese más allá del puro y simple oportunismo inmediatista. En su recta candidez, quiere creer el hombre que la dirección del PSOE aún alberga algo lejanamente parecido a aquello que los antiguos llamaban convicciones, por siniestras que fuesen. Como tantos, no concibe que el gran, supremo peligro de Zapatero reside en que dentro de su cabeza no hay nada. Ni siquiera una conjura.       

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