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Alberto Gómez

Partitodictadura

En la partitodictadura los programas nunca se leen ni se cumplen, el votante no espera ver en ellos una solución concreta de problemas concretos, sino la enumeración de problemas irreales y la promesa de su resolución gracias al líder providencial.

Podría hablar sobre muchos temas de actualidad, pero prefiero hablar de la causa de buena parte de ellos: la soberanía reside en los líderes de los partidos políticos, que podrán nombrar tantos peones en los órganos de decisión como votos obtenga el partido dirigido por éstos.

Esto es lo que diría un marciano si observara los hechos políticos de aquí e ignorara la letra de las leyes. Porque esta realidad es lo fácticamente cierto y vivo entre tanta letra muerta y tanto papel mojado de la Constitución. No sé si eso es algo buscado y pactado durante la transición, como dice Jesus Neira en su último libro, o, tal como se justificó en un principio, es consecuencia del miedo a la ingobernabilidad histórica de los últimos regímenes españoles. La partitocracia aparece con preceptos constitucionales –como las listas cerradas– y desarrollos de éstos que subordinan todos los poderes y la misma sociedad civil al poder de los órganos ejecutivos y sus correspondientes partidos. Esta partitocracia está apartando de la política a todo aquel incapaz de sincronizarse telepáticamente con las ideas de líder. Al mismo tiempo, la partitocracia es la responsable del aumento de la demagogia política y el empobrecimiento intelectual tanto de la clase política como del elector y es la causa del alejamiento entre ambos.


Así como la falta de competencia en la televisión degenera en la televisión generalista y ésta en la telebasura –que es el mínimo común denominador morboso de sexo, violencia y escándalos que maximiza la audiencia– la supresión de las ideas políticas diferentes a las de los líderes genera una degeneración de la política hacia su propio mínimo común denominador, que maximiza el número de votos. Esa degeneración suele incluir elementos que estimulan la identificación tribal con el líder, la demonización del adversario y la proclamación de que la victoria del líder traerá el cielo del buenismo patológico a la tierra. Si el momento de ver la tele es el momento de dejarse llevar por lo más bajo, el momento de votar en la partitodictadura es una orgía de los sentimentalismos más atávicos y regresivos disfrazados de progreso, evocados por el líder y por el marketing de cortesanos y favoritos.

En la partitodictadura los programas nunca se leen ni se cumplen, el votante no espera ver en ellos una solución concreta de problemas concretos, sino la enumeración de problemas irreales e inventados y la promesa de su resolución gracias al líder providencial. El peón-diputado no sólo no tiene que ofrecer su propio discurso al electorado de su circunscripción, sino que tiene que comprar íntegro el producto de la franquicia del partido o partidete regional y regurgitarlo en el mismo orden en todo momento y lugar. Para eso solo valen los más sumisos o los más cínicos.

Y así hemos llegado a la situación actual, donde todos excepto el líder actúan como títeres de cuota, con el juicio suspendido hasta que se reabra la cuestión del liderazgo. Los votantes por su parte acaban divididos y aceptando las políticas más demagogias e ineficaces.

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