Menú
Bernd Dietz

La imprevisión

¿Qué ocurre cuando el engaño, la prevaricación, el resentimiento, la venalidad, el do ut des y el nepotismo constituyen el único código deontológico de quienes cortan el bacalao en tribunales, jurados, consejos, comités y demás instancias de gobierno?

Para quienes lo profesan con autenticidad, el trabajo intelectual es uno de los principales deleites de la vida. Conocer con mayor hondura, enmendar la superstición mediante la racionalidad y disminuir fragmentariamente la propia ignorancia son sólo algunas de las venturas que comporta. Porque inclinarse ante la belleza de un análisis solvente, celebrar un triunfo del genio filosófico o acatar la radiante eficacia de la lógica, además de vías para alcanzar la verdad, suponen vehículos de un placer fieramente humano. De una plenitud medular que, más allá de afianzarnos en nuestras soledades, nos ubica en el mundo y en su ancha ajenidad al amparo de una sustancia noble, fiable, nutritiva y ferazmente compartible. Estamos hablando, claro, de la comunidad de discurso de la inteligencia, esa que de continuo está expuesta, por autodeterminación electiva y por sus reglas del juego, al escrutinio experto, a la discusión leal y a la verificación contrastable. Esa red inasible, pero vigorosamente real en su universalismo abierto de par en par, en la que lo que cuenta es la superioridad cognitiva, una aplicabilidad previsible conducente al bien, la aptitud para imponérsenos, suministrando un instantáneo gozo a todos los honradamente partícipes, en virtud de una jerarquía evidente de cualidades, saberes y destrezas.

¿Qué ocurre, sin embargo, cuando el espacio natural consagrado a la inteligencia aparece colonizado por impostores y tahúres sin escrúpulos (que se defienden del talento ajeno con pendenciero ordenancismo de trileros), por usurpadores tan endiosados como intonsos, por acomplejados y bravucones de tres al cuarto, por cretinos, pedantes y parásitos, para quienes no existe más auctoritas que la superioridad numérica, ni más refrendo que el océano de mendacidad del que extraen sus mañas, ni otro objetivo que no sea el de su medro obsceno y sicofante? ¿Qué ocurre cuando el engaño, la prevaricación, el resentimiento, la venalidad, el do ut des y el nepotismo constituyen el único código deontológico de quienes cortan el bacalao en tribunales, jurados, consejos, comités y demás instancias de gobierno y adjudicación presupuestaria? Lo que ocurre, y lo llevamos viendo largos años, es que exterminamos toda expectativa de fecundidad. Que encumbramos a sujetos que resultan los más perniciosos (por eso lo hacemos), a suplantadores que prostituyen las funciones encomendables a los puestos que ocupan, a sicarios que se esmeran en lograr que jamás logre acceder al ágora (ese templo transformado en basurero, bajo inspiración progresista) un átomo de rigor moral, de jerarquización epistemológica o de excelencia cultural. Que cosechamos, pues, lo que tenemos delante, mientras garantizamos que no puedan el día de mañana levantar cabeza individuos dotados de virtud, de equidad y de valor. Por eso, naturalmente, hemos destruido previamente todo ámbito de universalidad, desacreditando cualquier noción de libre competencia, reduciendo al máximo las posibilidades de movilidad geográfica, blindándonos contra la inmigración cualificada (por ejemplo, en las universidades). Confiando el control más castrante y endogámico, más reñido con el vuelo de la inteligencia y la creatividad exigente, a nomenclaturas cerriles, localistas y oclocráticas. Contra el individualismo global, la estabulación castiza. Vivan las caenas, que será mucho peor la competitividad, e ir por la vida sin enchufe ni recomendación ni ventajismo.

Empero, sin apartar los ojos del país, convendrá prever la posibilidad de que la olla estalle en pedazos y sobrevenga algo de catarsis. Esto es, que el hasta ahora exitoso runrún de un neocaciquismo cañí camuflado bajo retórica largocaballeresca, ese desgarbado travestismo almodovarianamente hortera e ideológicamente sincrético que a tantos satisface, se declare exhausto por sobrexplotación e, inoperante como un mamut entrado en años, se resista a continuar. Acaso, porque estando el sistema ya tan sobrecargado de trapacería, se torne insoportable e inmanejable incluso para sus perpetradores. O bien porque lo señale con desdén acusador incluso el último bebedor de sangría, hasta el turista más tercermundista y obnubilado, el guiri escoba, por haberse corrido ya la voz de lo que aquí rige del ecuador a los polos. Pues se puede ciertamente mentir a todas horas, a todo el mundo incluyendo a uno mismo, y que cuantos estén apuntados a la maula de la ceja (tal antes a la servidumbre que resultase rentable, como cuando Víctor Manuel le cantaba al Caudillo) hagan tridentina profesión de fe en la más chocarrera de las adulteraciones, porque es lo que hasta ahora mejor nos había funcionado, y como habíamos estado más felices y repantigados, sin tener que estresar las neuronas. Aunque puede llegar, insístese, la contingencia de que, si se levanta una brisa procedente del exterior, el tenderete de cartón piedra caiga con estrépito.

En Sociedad

    0
    comentarios
    Acceda a los 2 comentarios guardados