Menú
Bernd Dietz

¿Quo vadis, patria?

Más sociedad abierta de mente, más inmigración cualificada, más movilidad (vivir de alquiler) y mestizaje (salen hijos más altos, está garantizado), más imperio imparcial de la ley, más liberalismo genuino.

¿Qué pasa con España? Hemos ganado el Mundial de Fútbol, ¿y qué? ¿No teníamos ya de antes a no pocos de los mejores deportistas del planeta (algo impactante y enorgullecedor, en términos de simple ratio entre población y talento), a compatriotas geniales como Nadal y Gasol, que avanzan felizmente por la vida como nacionales celtibéricos sin trampa ni cartón, dichosos de haber alcanzado la victoria en buena lid, sin enchufes ni subvenciones ni carnés del partido ni cuotas de integración, compitiendo a pecho descubierto, como cuando uno aspira a triunfar en el mundo real, entre los poderosos que campan? ¿Qué tiene el fútbol que no tengan los demás deportes? Y, sobre todo, ¿qué tiene el deporte que no tengan la ciencia, la tecnología, la literatura, el arte, la filosofía política, la creatividad empresarial, la calidad democrática o la honradez a pelo, para lograr que sus propios estándares de excelencia, no menos codificados por las sencillas reglas de una gramática universal, se nos antojen, conforme viene acaeciendo, harto menos codiciables, bastante menos dignos de jolgorio, cuando en justicia vencen, que los del balompié? ¿Por qué nos hace henchirnos de autocomplacencia, a modo de sobrecompensación enfermiza, salir airosos en dicho juego intrascendente, imbécilmente sobreprimado incluso, si nos ponemos un sucedáneo infantil de la gloria nacional y militar más tradicionalmente adulta, mientras nos crecen los complejos, los enanos, el autoengaño, la corrupción ubicua y la impotencia, según acumulamos falacias, mentecatez y victimismo hipócrita en los ámbitos principales?

Hay que admitir que, siendo destructor el separatismo, y con seguridad algo jaleado por contrincantes aviesos, por mera contabilidad de estrategias y recursos, no le faltan a éste algunos pretextos plausibles. Pues mientras subsiste el hecho de que a buena parte de España le asisten razones para tachar a los catalanes de altaneros, y hasta para vituperar con sorna la gorrinería ladrona que encarna mejor que nadie un señor Millet (sujeto que tal vez chulease a sus consuegros, mas multiplicó panes y peces a la trama reinante en su estanque), no deja de ser postulable que Cataluña parece la región más europea y menos atrasada de España, que su sistema universitario resulta el más meritocrático del país, que Barcelona desmerece menos de las grandes ciudades europeas que otras conurbaciones carpetovetónicas. Y, si nos trasladamos al sur extraperiférico, ¿qué sostener de las entrañables Islas Canarias, un paraíso en rigor y en vigor? Comprobable que la mitología guanchista es hoy por hoy algo endeble (aunque ello se pueda corregir, y se está aquilatando sobre bases presentables), y que en esos bienaventurados peñascos se dan restos de tercermundismo. Mas a la vez habrá que reconocer que no existe en nuestra latitud un espacio más atrayente, multicultural y armónico que el que, con su esfuerzo y su manera de ser, han desarrollado los ciudadanos isleños. Esgrimen ellos motivos para reivindicar un camino distinto, en razón de su ritmo cordial y de su epidermis hiperestésica, al percibir la prepotencia peninsularista y sus ceceantes sobrentendidos como una agresión colonial. También como una merma de su potencial imaginable, si los canarios potenciasen, frente al cubillismo depauperador, su identidad de avanzadilla atlántica, integrando a su población anglosajona y escandinava en un proyecto transcultural de corte avanzado, al objeto de ir emparentando más con Islandia, y menos con Sierra Leona, para lo que parecería aconsejable una reconversión ideológica. ¿Y qué apuntar de Andalucía, que pudiendo mirarse en California, afirma el tópico, persiste en la autodegradación de volverse cada mes algo más bananera? ¿Un manantial de cultura, saberes, belleza y refinamiento, espejo para la emancipación de unos países árabes necesitados de un contrapeso cristiano invitante, que retiene en sus manos un capital artístico, paisajístico y antropológico como para erigirse en una de las demarcaciones más rentables de Europa, pero cuyas energías se dilapidan cotidianamente en el chalaneo y el ensimismamiento alicortos, para infestar los organigramas oficiales de amigos, paniaguados y parientes? Quienes en aras del engrandecimiento hemos defendido el sincretismo de España, por cordura y por aventurar que la hermandad, el pasado heroico y la voluntad concertada harían la fuerza, empezamos a descreer de los estadistas españoles. Antes que nada, porque quienes cobran a precio de oro, sin dejar ni por un minuto de engañarnos, la supuesta labor de estimular el bien común, lucen un cinismo criminal a la hora de especular con el patrimonio de todos. Cierto que debemos desconfiar de que los cambios hayan de ser, por descerebrada utopía, a mejor, tal cuando sustituimos a nuestro desgastado cónyuge en pos del iluso espejismo de una felicidad prometida, para encallar, en el caso más habitual, presos de la melancolía, el nihilismo o la resignación maniatada.

Así que una pizca de cautela y de pesquis. Que conviene espabilar. Ser cabezas dialécticas. Pensar un poquito en la prole, sin coartadas tramposas ni desagravios vengativos. El mejor argumento a favor de la desconstrucción de España, que este es un país que no va ni ve más allá del fútbol, y trastabillea empeñado en suicidarse jacarandosamente, sin una masa crítica de librepensadores capaces, impulsados por la generosidad, la inteligencia y una ambición elevada, podría comportar, a la postre, un considerando tóxico. Pues nuestros separatistas, muletas providenciales de PSOE y PP, diseñados para aherrojarnos en una mazmorra electoral, no son sino tristes españoles jibarizados, que arden ominosamente en deseos de replicar vicios y casticismo de los grandullones a una escala menor, más impunemente provinciana, a fin de poder solidificar con menos oposición el aislacionismo escapista, el caciquismo casposo, el pavor respecto a las consecuencias de la libertad y la competencia, esos ramplones proteccionismos de bolsillo, que están, abonando infamias, en las antípodas del espíritu deportivo más elemental. Para ello no precisan tanto la independencia de facto, cuanto sus prerrogativas tangibles. Y de hecho están más cómodos ejerciendo la fantochada y el chantaje permanentes. Manteniendo abierta la puerta para divorciarse de España, aunque sin parar de anunciarnos su derecho al roce, al adulterio y a vaciar la nevera, y vendérnoslo como un sentimentalismo deferente. Contra esto, más latín y más matemáticas, mucha más exigencia, y menos alharaca de banderas. Más sociedad abierta de mente, más inmigración cualificada, más movilidad (vivir de alquiler) y mestizaje (salen hijos más altos, está garantizado), más imperio imparcial de la ley, más liberalismo genuino. Y menos progresismo embustero, menos blindaje prevaricador, menos anclaje geográfico, menos parroquialismo de hinchada servil. Porque gracias a esto hacen su agosto y meten miedo, con zafiedad y desprecio al pueblo, nuestros capitostes. Y se dejan extorsionar los riquísimos, al estilo Estevill o campeador, porque cobran hipotecas y les falta vergüenza, la última Thule, que diría un elegante poeta español.

En España

    0
    comentarios