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Bernd Dietz

Despertar de la siesta

A los carpetovetónicos nos sigue faltando un hervor de modestia, de honestidad o de grandeza para admitir que, sin virtud ni honradez (esto es, sin desactivar nuestras martingalas), no hay éxito homologable.

Definitorio el cate, las banderillas negras con reflectante retintín, que propinan las encuestas del CIS al olimpo de los políticos españoles. No sólo suspenden el presidente del Gobierno y el líder de la oposición, sino el cien por cien de los integrantes (e integrantas) del consejo de ministros. La única escala fehaciente deriva de lo repelente a lo abominable, pasando por lo repulsivo. Menuda pitada con recochineo. ¡Con lo módicos que salen de oficio los aprobados en el sistema educativo progresista! Cabe concluir verosímilmente que, según criterio de los compatriotas, de por sí encomendados a la indulgencia plenaria, el rendimiento de quienes rigen el país o podrían llegar a hacerlo sólo sería empeorable con perseverancia devota, aunque si proseguimos ahondando en la degeneración feliz, todo pueda andarse. Porque el ciudadano medio, incluso bajo la ebriedad futbolera y desplegando banderas (limitadas a menesteres deportivos), dice abrigar la convicción de que su vida y la de su país han caído en manos de una panda de incompetentes y farsantes.

¿Es ello remediable? ¿Nos compensaría que lo fuera? ¿Cómo podría un pueblo que, según la demoscopia institucional, se percibe estafado por sus gobernantes, a quienes teme y desprecia sin parar de votarlos, pero ante los que no le caben más narices que aguantarse (toda vez que éstos exudan una hybris de hormigón necrosado y se han erigido, con nuestra aquiescencia, en los avispados operarios que manejan las compuertas del presupuesto y la coerción), comenzar a desembarazarse de tales indeseables, para proveerse a cambio, en aras de la salud colectiva y el futuro de los niños, de un liderazgo más edificante? ¿Cómo podrían los incontables españoles que son decentes a machamartillo, no hablan con lengua de serpiente, detestan (como Marañón) que encima nos preciemos de ser pícaros y jamás codiciarían lo que no les pertenece (aunque resulte alcanzable sin contratiempos), coexistir circundados de menos felonía y zafiedad?

Se ha comentado con elogio (no por parte de quienes suspiran, heridos de amor, por el gorila rojo, la actual viagra revolucionaria de los que antaño piropeaban al camarada Fidel) la composición del nuevo gobierno colombiano formado por el liberal Juan Manuel Santos, señalándose que figuran en él técnicos de alta cualificación, personas de incontestable prestigio moral e incluso recientes adversarios ideológicos del propio presidente que los nombra. En fin, que es comprobable que éste haya compuesto un gabinete reuniendo lo mejor de lo mejor, sin hipotecar el país con sectarismo, fullería o nepotismo, ni reiterar el truco predilecto de nuestros maquiavelos domésticos, consistente en rodearse de pelotas, trepas, pillos, friquis y floreros, al objeto de resaltar por contraste mecánico. ¡Eso es astucia, alta doma politológica y patriotismo! Tal le aclararan a Sonsoles, cualquiera sirve para presidirnos. Algo verificable.

Hispanoamérica lleva siglos enalteciendo la lengua española (que desde nuestra pusilanimidad preferimos llamar castellana). Ya con clara superioridad, desde que los escritores del famoso boom, medio siglo atrás, demostraran que la patéticamente provinciana era la metrópoli matricial, mientras que el cosmopolitismo exuberante se ubicaba en la periferia. ¿Cómo iban a competir Cela con Borges, Delibes con Vargas Llosa, los Goytisolo en trinidad con un solo Lezama Lima? Pues calculemos ahora, cuando acaparan las bellas letras esos hipostasiados plumíferos desenmascarados, un día sí y otro también, por lectores y fieras literarias sin anteojeras ni pelos en la lengua. Si los españoles no tenemos ganas de enmendarnos, habrán de ser los sudacas quienes, en el ámbito hispanoparlante, rescaten la meritocracia y la aristocracia del espíritu (verbigracia, un Nicolás Gómez Dávila, colombiano también), como han preservado la cortesía o la vocación de excelencia, y podrían llegar a reivindicar, con los franceses, nuestros toros (a los que nunca faltará un abertzale, pues Jon Idígoras vistió profesionalmente de luces), ceremonia cuya significación civilizatoria acaba de subrayar Gustavo Bueno.

Que nadie se trabuque. Es mejor desperezarse, extraer consecuencias prácticas, honrar la acción noble y determinada. Recuperemos algo de sensatez y vergüenza, o lo tendremos aún peor. La cosa no va de picaresca espabilada, no. Eso está requetevisto. Norteamérica superó a Gran Bretaña hace bastantes décadas (y no hay más que ver la combatividad de una y otra en la lucha antifascista para distribuir los agradecimientos). Pero a los carpetovetónicos nos sigue faltando un hervor de modestia, de honestidad o de grandeza para admitir que, sin virtud ni honradez (esto es, sin desactivar nuestras martingalas), no hay éxito homologable. Los partidos no se ganan comprando al portero rival. Nuestras hijas no han de recibir cátedras si nuestros esbirros les pergeñan la bibliografía y los evaluadores transigen por caridad, asegurándose un anticipo antes de arribar al cielo. El Plan E no es para que mi partido me construya una rampa de acceso a casa. Esos bajonazos abyectos nos afrentan a todos. Los listillos se salen del parchís. Las justificaciones hieden.

Más vale confiar en que nos saquen las castañas del fuego aquellos bravos hermanos de América que todavía evocan la posibilidad de que afloren intelectuales y políticos de categoría. Pues con paso sosegado llegan los chinos, sonrientes y cumplidores, para aplicarnos, saludablemente, el correctivo de eficacia económica, respeto a los ancestros, culto al saber y pragmatismo inteligente que toca recibir.

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