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Desactivar la bomba sindical

Ambas características –el creciente aislamiento social y laboral y el uso brutal de la violencia para paliarlo– confirman un progresivo proceso de batasunización del sindicalismo en Madrid.

La huelga convocada por los sindicatos de izquierdas presenta un carácter contradictorio. Por un lado, la respuesta ciudadana a su llamada ha sido nula, y la normalidad o la búsqueda de normalidad de los españoles es una derrota inapelable e histórica. Por otro lado, los sindicatos han tenido la capacidad de violentar el orden público en puntos estratégicos, principalmente los relativos al transporte público, exhibiendo una violencia atroz que sólo en Madrid ha dañado medio centenar de autobuses. En conclusión, la huelga ha mostrado unos sindicatos socialmente cada vez más aislados, pero con una determinación y voluntarismo rabioso que les ha llevado a ejercer la violencia contra el resto de trabajadores.

Es ya indiscutible que los sindicatos actuales, sus privilegios, su sobredimensionada influencia y su estructura y maneras constituyen un lastre para la economía española y el bienestar de los trabajadores. En 1978, la transición no llegó a ellos, que se convirtieron en una esquizofrénica mezcla de sindicalismo vertical y sindicalismo de clase, transformando el mercado laboral en un peso muerto para la economía española y condenando a los trabajadores a la pobreza tutelada. Los sindicatos son una de las principales causas de la falta de competitividad de la economía de nuestro país, que hará que la crisis sea más profunda y que tardemos más en salir de ella. Pero además de ser un lastre para la economía española, los asaltos de madrugada, la planificación minuciosa de ataques y las amenazas explícitas y agresiones a la ciudadanía suponen un paso adelante preocupante, y más en la delicada situación económica e institucional de nuestro país.

Ambas características –el creciente aislamiento social y laboral y el uso brutal de la violencia para paliarlo– confirman un progresivo proceso de batasunización del sindicalismo en Madrid, en los últimos años, con un aumento creciente de la agresividad y la violencia contra las instituciones, con la organización de algaradas y la presión directa contra los ciudadanos madrileños. La fortaleza del proyecto de Esperanza Aguirre en Madrid, y la incapacidad de la izquierda política para articular un discurso alternativo al liberal-conservador de ésta, ha dejado a las fuerzas sindicales con un margen de maniobra tan escaso que para hacerse presente en el día a día deben kaleborrokizarse, organizar actos violentos para lograr por la vía de los hechos una presencia de la que socialmente carecen.

Actos que en Madrid el Gobierno podría y debía haber evitado fácilmente. Los objetivos atacados por piqueteros –apenas una decena– eran pocos y previsibles y los sindicalistas –alrededor de medio centenar, que fueron rotando de un lugar a otro a partir de las 04.00 de la mañana– no fueron demasiados. Un sencillo dispositivo policial, como los desplegados habitualmente en otras ocasiones, de seguimiento, filtro y protección, hubiese permitido que los autobuses saliesen a la calle sin problemas. Pero la delegación del Gobierno envió a la policía en un número menor al necesario, reforzado sólo varias horas más tarde. De igual manera, la impunidad con que los violentos colapsaron el centro de Madrid, organizando manifestaciones ilegales, ocupando la Gran Vía por la fuerza y atacando comercios ante la presencia policial, apunta directamente a la grave responsabilidad del Ministerio del Interior y de Rubalcaba.

En ninguno de los casos las rutas, intenciones y objetivos de los piquetes violentos eran sorpresivos. Y no encontramos motivos para ser ingenuos respecto a la causa: la actitud del Gobierno y de Zapatero –desde los servicios mínimos a la dejación de los datos de la huelga en manos de los sindicatos–, apunta a una unidad de fondo con los sindicatos en un único punto: el rechazo a las medidas liberalizadoras que representan Esperanza Aguirre y el Gobierno de Madrid, hacia quienes se han dirigido durante el mismo día tanto la agresividad verbal del Gobierno en el Congreso como la física de los sindicatos en la calle y la pasividad policial.

Este reparto de papeles constituye el verdadero problema: la huelga contra Esperanza Aguirre muestra que los sindicatos, por minoritarios que sean, ni están ni estarán en absoluto dispuestos a aceptar la puesta en práctica en España de medidas liberalizadoras, que hoy deben ser más profundas que en 1996. Las mayorías parlamentarias y sociales madrileñas no les son un obstáculo, y no lo serán en el futuro en toda España. Lo que constituye un aviso para quienes están ya tomando las medidas a la moqueta de La Moncloa: a partir de 2012, estos sindicatos deslegitimados, perdidos sin rumbo en la economía del siglo XXI, pero aficionados a la violencia del siglo XIX y cada vez más batasunizados serán un problema para un posible proyecto regeneracionista liberal. No permitirán a ningún gobierno, por amable y simpático que parezca, gestionar la ruinosa economía española con mínimas garantías, y no lo permitirán usando su único patrimonio: la violencia piquetera. Para lo cual contarán con la complicidad del PSOE.

Si no quiere tener disgustos, la derecha política debe comenzar a plantearse ya lo que debía haber hecho en 2002: reconducir a los sindicatos a un modelo verdaderamente democrático y moderno, lo que pasa en primer lugar por la eliminación de los liberados sindicales y de todos sus privilegios. Todos tenemos claro que es una asignatura pendiente heredada inexplicablemente del pasado, pero la lección de la huelga del 29-S es que es también una alerta hacia el futuro que hay que abordar con urgencia. O se desactiva cuanto antes, o la bomba sindical traerá muchos problemas en el futuro, especialmente si la derecha llega al poder.

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