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Debatiendo Afganistán

Todo el aparato obamita está ahora lanzado a la revisión, no principalmente de la estrategia sino de la guerra misma. Sólo tienen claro que el tercer elemento, la voluntad de poder, es más bien raquítico.

 

Una cosa es si se debe librar una guerra, otra cómo ganarla y otra si se puede hacerlo. Las tres cuestiones interactúan mutuamente.

Si no se puede ganar más vale no meterse en ella, pero para decidir si se podría o no, habría que saber cómo. Por otro lado, el "poder" depende de la cantidad de esfuerzo que se está dispuesto a invertir, lo que varía mucho dependiendo del "deber", es decir, de la envergadura de las consecuencias de la derrota política preventiva para ahorrarse la derrota militar. En medio está el "cómo". Si no damos con él, poco importa el "deber", porque el resultado será que no vamos a "poder". Pero de poco vale saber "cómo" si no conseguimos los medios para ponerlo en práctica. Este esquema trinitario se complica si introducimos las múltiples definiciones posibles de victoria, y por tanto, derrota, según cada caso concreto. Diversas proporciones de la primera tienen diversos grados de aceptabilidad que afectan siempre al cómo.

El cómo hacerlo en función de los fines y los medios es a lo que llamamos estrategia, aunque la dilucidación de la importancia del asunto –de qué está en juego, de cuáles son las consecuencias de un resultado u otro– es también un ejercicio supremamente estratégico. La estrategia tiene niveles y conviene no confundirlos.

Obama pronunció un discurso en diciembre del año pasado y a eso se llamó estrategia. Consistía en poner como objetivo la afganización del conflicto y en considerar prioritaria la neutralización de Al Qaeda. Para ello proporcionaba 30.000 soldados más y fechaba en mediados del 2011 el comienzo del fin de la empresa, sin aludir al ritmo del repliegue. Los últimos de esos 30.000 llegaron hace pocas semanas y ya está en marcha la revisión de esa "estrategia" para cuando se cumpla el año del discurso. Como se pone el énfasis en la potenciación de los locales, lo que presupone ganar sus corazones y mentes, se habla de contrainsurgencia, como opuesta, se dice, al contraterrorismo, que sólo buscaría destruir a los activistas del terror. En realidad poco más que etiquetas simplistas desbordadas por la complejidad de la guerra.

Lo cierto es que la principal batalla de los nuevos tiempos, Marja –cuando comenzaba la arribada de refuerzos– se ganó militarmente pero sin conseguir establecer un poder gubernamental efectivo. El complejo talibán perdió una base importante pero está ahora en el contraataque y la zona no acaba de estar pacificada. La siguiente operación, mucho más importante, en Kandahar, cuna y bastión de los talibán, se desarrolla a cámara lenta pero, sabiamente, con mucho menos bombo y platillo. El gobierno al que se pretenden transferir las responsabilidades bélicas es un pozo de corrupción que ha llegado a desbordar toda la capacidad de tolerancia de las muy laxas tradiciones afganas al respecto. "Los afganos son así" ya no vale. Karzai es un peso muerto insoportable pero indispensable. En otros muchos sitios hay pequeños avances y retrocesos. La cosa no ha cambiado sustancialmente, es decir, no va bien. Tampoco es que el aumento de fuerzas sea satisfactorio ni que haya tenido el tiempo suficiente para producir frutos. Y el plazo fijo es una bomba de fragmentación.

Obama siente la guerra de Afganistán como una rueda de molino colgada del cuello, por más que los republicanos apoyan el esfuerzo a pesar del cansancio general y el tema no cuenta en las intenciones de voto para dentro de tres semanas. Donde cuenta ligeramente es en las intenciones de no voto, en la decepción de los demócratas con su mesiánico líder, en las perspectivas de abstencionismo que tanto van a perjudicar al partido. No es lo importante en el momento electoral pero acentúa la mala conciencia de Obama por haber apoyado, santificado, la guerra por sórdidos motivos tácticos de antibushismo.

Todo el aparato obamita está ahora lanzado a la revisión, no principalmente de la estrategia sino de la guerra misma. Sólo tienen claro que el tercer elemento, la voluntad de poder, es más bien raquítico. Sin duda la crisis es un factor de presión, pero lo que podrían economizar no soluciona nada. El verdadero problema es que nunca han creído en el "deber", en la importancia de lo que está en juego.

Los think tanks demócratas se lanzan ahora a racionalizarlo abiertamente, con argumentos cuya racionalidad deja mucho que desear y que contaminan fatalmente el "cómo", la estrategia. Afganistán no es tan importante, Al Qaeda está ya casi derrotada y para consumar la victoria o contener el peligro bastan los pequeños aviones teledirigidos que tantas vidas descarriados han segado últimamente en la zona, además de una presencia residual de fuerzas especiales. Sin los seguidores de Bin Laden, los talibanes no son tan peligrosos y la negociación con ellos puede hacer maravillas. Basta con asumir la realidad de la fragmentación afgana y propiciar una amplia descentralización del poder, dejando a los fundamentalistas suníes el dominio de las áreas pashtunes del Sur que constituyen su base étnica natural, dando entrada en el juego a todas las potencias del vecindario, colindantes o no, que se pondrían gustosas de acuerdo dadas las ansias comunes por un Afganistán estable. Más o menos este es el cuento de la lechera que se va a debatir en los pasillos del poder washingtoniano de aquí a fin de año.

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