Menú
Adolfo D. Lozano

Las enfermedades de la civilización

Igual que el comunismo vino para crear un hombre y una sociedad nuevas, la colesterolfobia que reina desde los años 70 creó una dieta haciendo borrón y cuenta nueva, basándose en mitos falsos y una ciencia errática.

En la primavera de 1913, Albert Schweitzer llegó a Lamaréné, una pequeña población de África occidental, para fundar un hospital en las orillas del río Ogowe. Más de 40 años después, y año y medio antes de recibir el Nobel de la Paz por su trabajo misionero, Schweitzer se encontró con el primer caso de apendicitis entre los nativos africanos. En realidad, la apendicitis era una de entre otras enfermedades de los países desarrollados a las que parecían inmunes los nativos. "En mi llegada a Gabón, estaba sorprendido de no encontrar casos de cáncer. No puedo decir que no exista aquí el cáncer, pero como otros médicos de la región, puedo afirmar que si existe es bastante raro". Similares observaciones con poblaciones primitivas iban llegando en aquella época de distintos médicos e investigadores desde otras partes del mundo. Samuel Hutton comenzó en 1902 a tratar a esquimales en la isla canadiense de Labrador, a quienes dividía en dos grupos: los que seguían una dieta esquimal tradicional y los que habían adoptado estilos alimentarios modernos. Entre los primeros, Hutton prácticamente no encontró cáncer, ni asma, tampoco apendicitis. Por otro lado, los últimos según Hutton eran menos robustos, sufrían de más escorbuto y tenían niños más débiles. Tales observaciones desde misiones y colonias como las de Schweitzer y Hutton describieron lo que Geoffrey Rose llamó la transición de las poblaciones sanas a las poblaciones enfermas.

El concepto original de enfermedades de la civilización data de mediados del siglo XIX de Stanislas Tanchou, médico que había servido a Napoleón y estudió la distribución estadística del cáncer. "El cáncer, como la locura, parece extenderse con el progreso de la civilización", afirmaba. Tanchou apoyaba sus ideas en las comunicaciones que le llegaban de expediciones procedentes del Norte de África y en la comparación de las zonas más rurales con las más urbanas europeas. A comienzos del siglo XX, tales comunicaciones habían llegado a ser la norma. Fue en esta época cuando el médico antropólogo Hrdlicka publicó sus conclusiones tras años de estudio con los indios americanos nativos. "Las enfermedades malignas, si existen, deben ser extremadamente raras. [...] No hay casos de apendicitis, peritonitis, úlcera de estómago o cualquier enfermedad grave de hígado." Y lo cierto es que tales indios nativos tenían, además, una esperanza de vida semejante a los blancos locales. En 1910, Isaac Levin de la Universidad de Columbia presentaba las observaciones de 107 médicos con indios nativos. Chas Buchanan, tras quince años de trabajo de campo sólo encontró un caso de cáncer; Henry Goodrich, tras trece años, no encontró uno solo. En total, los 115.000 nativos americanos cubiertos en el reportaje de Levin sólo produjeron veintinueve casos documentados de tumores malignos.

La casi inexistencia de cáncer en poblaciones primitivas fue algo que sorprendió sobremanera a innumerables exploradores, médicos y científicos, y algo con lo que se topaban una y otra vez. W. Roger Williams en 1908 y Fredrick Hoffman en 1915 publicaron dos de los mayores trabajos en esta materia. Por ejemplo, en 1900 en Fiji entre 120.000 aborígenes, melanesios, polinesios e indios sólo se hallaron dos muertes por cáncer. En Borneo, el Dr. Pagel afirmaba que en 10 años jamás había visto un solo caso de cáncer. Las estadísticas de países como EEUU, por su parte, respaldaban claramente la teoría de la transición hacia poblaciones más enfermas. En Nueva York, las muertes por cáncer pasaron de treinta y dos por mil en 1864 a sesenta y siete por mil en 1900.

Conforme avanzaba el siglo XX, estas estadísticas y observaciones fueron acumulándose sin posiciones en contra. En 1952, tres médicos de la Universidad de Queen en Ontario, aseguraban que "es comúnmente afirmado que el cáncer no ocurre en los esquimales, y en nuestro conocimiento ningún caso ha sido reportado". En 1975 se publicó un estudio de 25 años entre los esquimales inuit donde se hablaba de un dramático aumento del cáncer cervical y de pulmón desde 1949.

De entre las primeras explicaciones dadas a estos datos, la hipótesis del problema con el consumo de carne halló poco respaldo entre aquellos investigadores. Pues si observamos algunas poblaciones primitivas sin casi enfermedades crónicas, como los inuit o los masai, la carne era un alimento central en sus dietas. Aunque no existió un consenso absoluto sobre la causa, sí había claramente unos sospechosos principales. La nueva dieta de la civilización se basaba en alimentos que podían ser fácilmente transportados: azúcar, harinas y arroz refinados. Tras la adopción de tal dieta, sólo era cuestión de tiempo que aparecieran las enfermedades de la civilización: cáncer, diabetes, enfermedad cardiovascular, caries, úlceras, hemorroides, enfermedad periodontal... La aparición de una de ellas acarreaba la aparición de todas las demás en una población. Conscientes o no, todos aquellos informes, estudios y diarios de viaje acabaron dando nuevas razones a la hipótesis de y contra los hidratos de carbono, que había conseguido una fuerte preeminencia en el mundo científico a mediados del siglo XX. Sin embargo, un hecho fatídico desde los años 50 vino a sepultar ante la opinión pública el ingente trabajo de las enfermedades de la civilización. Un grupo de científicos voraces de fama, influencia y portadas no dudó en dedicar su vida a dar la vuelta a la tortilla a la ciencia de la dieta y declarar la guerra sin cuartel a la hipótesis de y contra los hidratos de carbono. Así, la hipótesis de y contra la grasa y el colesterol borró del mapa casi todos los estudios anteriores sobre la dieta. Igual que el comunismo vino para crear un hombre y una sociedad nuevas, la colesterolfobia que reina desde los años 70 creó una dieta haciendo borrón y cuenta nueva, basándose en mitos falsos y una ciencia errática.

Cuando hace años me propuse la tarea de divulgar ladieta antiinflamatoria –como una forma de paleodieta–, pensaba precisamente en el antídoto perfecto con que evitar y combatir las enfermedades de la civilización. Decía Isaac Newton que si podemos ver más lejos es porque nos hemos aupado a los hombros de gigantes. Es hora de reconocer a los gigantes que configuraron la corriente de las enfermedades de la civilización y emanciparnos de la dictadura contra el colesterol y las grasas. Luchar por la verdad histórica y científica no es sólo una noble tarea. En este caso, puede salvar tu vida.

En Tecnociencia

    0
    comentarios
    Acceda a los 5 comentarios guardados