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EDITORIAL

El desacato al Supremo como compromiso de gobierno

Se dirá con razón que no obedecer las sentencias es un delito, y que quien delinque debe ser considerado delincuente. Mas, ¿qué efecto en la práctica tiene ello frente a la nula disposición de acatar la sentencia que ha dejado patente la Generalidad?

El Tribunal Supremo, mediante tres sentencias de la sala de lo contencioso-administrativo e invocando por primera vez la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto catalán, acaba de anular dos resoluciones del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que avalaban la negativa de la Consejería de Educación a atender la petición de unos padres que reclamaban que el castellano fuera "reintroducido como lengua vehicular de forma proporcional y equitativa en relación al catalán".

El Alto Tribunal no ha podido ser más claro al considerar que en Cataluña se ha implantado "un modelo de inmersión lingüística contrario al espíritu y a la letra de la Constitución", ni al declarar "el derecho del recurrente a que el castellano se utilice también como lengua vehicular en el sistema educativo de la comunidad autónoma de Cataluña". En consecuencia con ello, el Tribunal Supremo ha dictaminado, literalmente, que:

La Generalidad deberá adoptar cuantas medidas sean precisas para adaptar su sistema de enseñanza a la nueva situación creada por la declaración 31/2010 del Tribunal Constitucional que considera también al castellano como lengua vehicular de la enseñanza en Cataluña junto con el catalán, y de igual modo declaramos el derecho del recurrente a que todas las comunicaciones, circulares y cualquier otra documentación, tanto oral como escrita, que le sean dirigidas por el centro escolar lo sean también en castellano.

No hacía falta que lo declarara el Tribunal Supremo para saber que el sistema educativo que excluye al español en Cataluña como lengua vehicular de la enseñanza y que lo posterga "al estudio de una asignatura" es radicalmente contrario al derecho constitucional. Pero, precisamente por ello, nadie debería dudar, y menos aun a estas alturas, de que la Generalidad, tanto la que preside en funciones Montilla, como la que va a presidir Artur Mas, va hacer absoluto caso omiso a esta sentencia.

Ciertamente, si los nacionalistas –incluido el PSC– no han dudado en violar la letra y el espíritu de nuestra Carta Magna en este ámbito, así como han reiterado, más recientemente, su nula disposición a acatar también lo que, en concordancia con nuestra Ley de Leyes, establece la sentencia del Tribunal Constitucional, ¿por qué ahora sí iban a obedecer al Supremo?

Se dirá con razón que infringir la ley, como no obedecer las sentencias, es un delito, y que quien delinque debe ser considerado delincuente. Sin embargo, ¿qué efecto en la práctica tiene ello frente a la nula disposición de acatar la sentencia que refleja la Generalitat, por boca de su consejero socialista en funciones, Ernest Maragall, al declarar que la sentencia del Supremo no afecta "ni a una sola coma ni a un solo detalle de la normativa escolar catalana"? Ya puede el Tribunal Supremo decir lo contrario, no en tres, sino en tres mil sentencias, que dicho representante del Gobierno catalán no va a ser menos claro al afirmar que el catalán "es, sigue y seguirá siendo la lengua vehicular empleada normalmente en los colegios de Cataluña".

Mas si alguien, en el colmo de la ceguera voluntaria o de la complicidad, aun dudara de que los nacionalistas van a hacer de estas sentencias del Supremo el mismo papel mojado en el que ya han convertido la sentencia del Constitucional sobre el Estatut o la propia Constitución, que tenga presente que, entre los acuerdos por los que CiU acaba de lograr que el PSC facilite con su abstención la investidura de Mas, se encuentra precisamente el compromiso de "preservar el modelo lingüístico de la escuela catalana". Vamos, el mismo modelo que el Supremo ha dictaminado que se tiene que adaptar a la sentencia del Constitucional que considera también al castellano como lengua vehicular.

La cuestión de fondo es que muchos se niegan a ver la alarmante quiebra de nuestra nación como Estado de derecho, en la que se inserta este flagrante atropello a los derechos civiles y constitucionales más elementales de unos padres catalanes que quieren escolarizar a sus hijos en la lengua que les es propia y común al resto de los españoles. El futuro siempre está abierto, pero, desde luego, no mejorará si no empezamos por reconocer, tal y como es, la realidad de la que partimos.

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