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EDITORIAL

Por qué los peores llegan y permanecen en el poder

Los partidos se han convertido en unas oligarquías que sólo pretenden servirse a sí mismas: entre el candidato preferido mayoritariamente por la militancia y una desconocida, se elige ponerle la mordaza a la militancia.

Se preguntaba Hayek en Camino de Servidumbre por qué siempre son los peores individuos quienes llegan al poder. La respuesta que ofrecía el Nobel austriaco era que la acumulación de poder atraía a aquellas personas especialmente arrogantes y faltas de escrúpulos como para detentarlo; en cambio, las humildes y cultivadas que conocían las limitaciones de su propia razón a la hora de dirigir sociedades amplias y complejas se autoexcluían del proceso político.

Sin embargo, la experiencia demuestra que existe al menos otra poderosa razón para que los peores lleguen y permanezcan en el poder: el control del sistema de elección de cargos públicos por parte de los propios políticos. Al fin y al cabo, la democracia permite una alternancia pacífica en el poder dirigida a purgar periódicamente a aquellos dirigentes que más se alejen de las preferencias de la ciudadanía y que más agredan las libertades individuales.

Con todo, democracias las hay de muchos tipos: desde aquellas en las que cada distrito elige a su representante, quien previamente ha sido seleccionado por los militantes e incluso simpatizantes de su formación política, a aquellas en las que el pueblo soberano sólo mete una vez cada cuatro años la papeleta en la urna para escoger una lista cerrada y bloqueada, previamente cocinada por unos órganos de dirección política que han emergido al margen de la voluntad de los militantes.

España se encuadra claramente en este último caso. Los partidos políticos son organizaciones absolutamente herméticas a la voluntad de sus militantes y de la ciudadanía que se perpetúan como castas dirigidas a proteger sus propios intereses. Los peores necesariamente llegan y permanecen en el poder porque resulta casi imposible echarlos y los propios órganos de dirección de los partidos se encargan de detener el acceso a cualquier persona con ideas distintas a las del grupo que pueda destacar y reformar el endogámico sistema.

El desarrollo del caso de Álvarez-Cascos constituye una perfecta ilustración de este proceso. Rajoy ha preferido a una candidata perfectamente desconocida, que incluso ha admitido que su sustancia ideológica depende por entero de las siglas en las que milita, frente a un peso pesado como el ex secretario general del PP. Es una manera de evitar líos, mantener tranquilas las aguas de los feudos locales y asegurarse de que nadie le hará sombra al mediocre gran líder que no se ha atrevido a someterse a un proceso abierto y limpio de primarias. Pero también es una forma de demostrar que los partidos se han convertido en unas oligarquías que sólo pretenden servirse a sí mismas y no a la ciudadanía que les paga su sueldo: entre el candidato preferido mayoritariamente por la militancia y una desconocida, se elige ponerle la mordaza a la militancia.

Por supuesto, no pretendemos negar que el propio Cascos, cuando era secretario general del PP, no mostrara una análoga oposición a la democracia interna, como ayer recordó por motivos obvios Alejo Vidal-Quadras. Pero ello no quita que, en este caso, Cascos tenga toda la razón del mundo al reclamar democracia interna y al abandonar el partido cuando la dirección nacional le negó esa posibilidad. En todo caso, lo que viene a demostrar es que el actual sistema partitocrático engendra los incentivos para que las cúpulas de los partidos controlen todo, o casi todo, el proceso democrático.

Es urgente una completa reforma de la ley electoral para que el mandato constitucional sobre la democracia interna de los partidos sea realmente efectivo; en caso contrario los peores seguirán llegando y permaneciendo en el poder. Los zapateros, pepiños y pajines no serán la excepción sino la norma. También, como estamos viviendo, en el PP.

En España

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