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Charles Krauthammer

Matanza y libelos

El origen de las alucinaciones del asesino de Arizona está claro: desorden mental. ¿Cuál es el origen de las de Krugman?

La acusación: la masacre de Tucson es consecuencia del "clima de odio" creado por Sarah Palin, el Tea Party, Glenn Beck, los detractores del Obamacare y cualquier otro que no sea del gusto de los progres.

La sentencia: pocas veces en el discurso político estadounidense se ha producido una acusación tan temeraria, tan grosera y tan poco respaldada por las pruebas.

Como pasa con los asesinos, Jared Loughner no era un tipo reservado. Pero aún así, entre todos sus escritos, aportaciones en la red, vídeos y demás desvaríos –y en todos los testimonios de todas las personas que le conocían– no aparece una sola alusión a cualquiera de estos presuntos inductores del crimen.

No sólo no hay ninguna prueba de que Loughner fuera inducido a cometer actos de violencia por cualquiera de aquellos hacia los que tienen fijación Paul Krugman, Keith Olbermann, The New York Times, el sheriff de Tucson o cualquier otro sectario rabioso. No existe ninguna prueba de que estuviera respondiendo a nada que tenga que ver con el clima político ni con ninguna otra cosa que no fuera su propia cabeza.

¿Un clima de odio? Este caballero vivía dentro de su propio clima privado. "Sus pensamientos no guardaban relación con nada de este mundo", decía el profesor de la clase de filosofía de Loughner en el Pima Community College. "Estaba muy desvinculado de la realidad", decía su compañero de clase Lydian Ali". ¿Sabes cuando hablas con alguien que está mentalmente enfermo y simplemente no está ahí?" dice el vecino Jason Johnson. "Era como si viviera en su propio mundo".

Sus desvaríos, señalaba un compañero de clase, se intercalaban con "largos periodos de desconcertantes silencios" durante los que "se quedaba mirando fijamente a sus amigos", informa el Wall Street Journal. Sus propios escritos son confusos, incoherentes, salpicados de numerología privada y taxonomía inescrutable. Avisa de que el Gobierno está lavando el cerebro y controla el pensamiento a través de la "gramática". Estaba obsesionado con "el sueño consciente", sinónimo bastante bueno de alucinaciones.

No se trata de comportamiento político; son los síntomas de un desorden mental clínico: ideas desvinculadas entre sí, incoherentes, ilusorias, ajenas a la realidad.

Todo son las huellas de un cuadro de esquizofrenia paranoide. Y un cuadro peligroso. Una compañera de clase le consideraba tan aterradoramente perturbado mentalmente que, decía por correo electrónico a amigos y familia, esperaba encontrar la foto de él en la televisión tras perpetrar alguna matanza colectiva. No se trataba de simple especulación: en clase "me sentaba junto a la puerta con mi bolso a mano" para poder escapar rápidamente en cuanto empezaran los disparos.

Además, las pruebas remontan la fijación de Loughner con la congresista Gabrielle Giffords al año 2007 por lo menos, cuando él asistió a una de sus asambleas y se sintió despreciado por la respuesta que le dio. En el año 2007, nadie había oído hablar de Sarah Palin. Glenn Beck todavía se estaba macerando en Headline News. No había reforma sanitaria ni Tea Party. El único clima de odio era la campaña generalizada de demonización de George W. Bush post-Irak, plasmada muy bien por un editor del New Republic que abría una columna de esta forma: "Odio al presidente George W. Bush. Ya lo he dicho".

Por último, la acusación de que las metáforas utilizadas por Palin entre otros incitan a cometer actos de violencia es ridícula. Todo el mundo se vale de metáforas de corte bélico a la hora de describir políticas. Cuando Barack Obama dijo en un acto de recaudación de fondos celebrado en Filadelfia en 2008 que "si traen un cuchillo a la refriega, nosotros vamos a traer un arma de fuego", no estaba incitando en absoluto a la violencia.

¿Por qué? Porque refriega y conflicto son las metáforas políticas más rutinarias. Y por motivos evidentes. Hablando históricamente, la política democrática es una sublimación de la antigua vía de acceder al poder, la conquista militar. Es por eso que la fórmula pervive. Es por eso que decimos sin ningún tipo de atención cosas como "estados clave" o "poner las miras" en los detractores. De hecho, el término mismo de conquista electoral –"campaña"– es una licencia sacada del conflicto bélico.

Cuando los perfiles del primer jefe de Gabinete de Obama, Rahm Emanuel, señalaron que una vez envió un pez muerto a un experto en encuestas que le desagradaba, un anuncio característicamente sutil que denota bastante más que una dosis de malas intenciones homicidas, se consideró un encantador ejemplo de excesivo –y creativo– entusiasmo político. Cuando el candidato al Senado Joe Manchin prescindió de metáforas y simplemente le disparó un balazo al anteproyecto de la legislación para restringir las emisiones de CO2 –mientras entonaba "voy a liquidarlo"– no se vio asaltado por denuncias de violación del código de conducta en público ni de incitación al asesinato.

¿Empujó Manchin a Loughner a hacer lo que hizo? ¿La imitación de la mafia por parte de Emanuel creó un clima de violencia política? Las preguntas son absurdas en sí mismas... a menos que usted sea del New York Times y sustituya el nombre por el de Sarah Palin.

El origen de las alucinaciones de Loughner está claro: desorden mental. ¿Cuál es el origen de las de Krugman?

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