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Cristina Losada

Finjamos que no nos entendemos

El supuesto reconocimiento de la pluralidad lingüística en el Senado no es más que un reconocimiento al mito político que el nacionalismo ha enredado en torno a las lenguas.

Hagamos como si no nos entendiéramos. Como si no dispusiéramos de una lengua común y de una lengua oficial del Estado. Esa es la ficción que pretende armar el régimen del pinganillo en el Senado, donde acaban de alcanzar la cooficialidad tres lenguas que, hasta ahora, mantenían ese status en las comunidades autónomas correspondientes. Para el Gobierno, se trata de un merecido reconocimiento a la riqueza y a la pluralidad lingüísticas de España y de un avance hacia la normalidad. No pregunten por qué, entonces, ha tardado tanto en remediar el atropello. Pero si algo reconoce la nueva y plurilingüe condición senatorial es, justo, la anormalidad. Si las lenguas fueran lo que son, esto es, instrumentos de comunicación, a nadie se le ocurriría renunciar a la práctica que es habitual y natural en la sociedad: las personas que hablan idiomas distintos emplean, cuando se reúnen, el que comparten todas ellas.

Como las lenguas son piezas de estrategias políticas, se han convertido en sujetos de derechos y en expresión de identidades irreductibles, la ficción se impone a la realidad a fin de contrarrestarla y, en lo posible, trastocarla. Así, el supuesto reconocimiento de la pluralidad lingüística en el Senado no es más que un reconocimiento al mito político que el nacionalismo ha enredado en torno a las lenguas. Es el pago de un peaje. Pero no sólo a cambio de los servicios que presta ocasionalmente este o aquel partido nacionalista a un Gobierno, que también. Más aún, supone la aceptación sumisa y acomplejada del imaginario del nacionalismo, de su falaz relato sobre España y su historia, de un victimismo que exige constantes reparaciones y desagravios. A todo lo cual viene a añadirse, cosas de la moda, la exaltación de la "diversidad" que caracteriza al multiculti.

En aras de la verosimilitud, el fingimiento de los senadores debería incluir la traducción de los parlamentos de sus señorías a las distintas lenguas de España. Pero aquí, al igual que en las malas películas, el legionario romano lleva un Seiko en la muñeca. Como todos los senadores hablan español, bien que unos mejor que otros, el apaño no atiende a la incongruencia y el discurso en catalán, en vascuence o en gallego, se vierte a la lengua común y andando. Ah, pero eso no aparecerá en el escenario. En público rendimos vasallaje a la mitología que sacraliza –y ahoga– los idiomas que representan el alma (Volksgeist) de las naciones por construir.

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