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Gina Montaner

El último tango

María Schneider ha muerto antes de tiempo y de aquel rostro luminoso que fue capaz de darle la réplica al monstruo Brando, sólo quedaban lejanos vestigios de una chica preciosa que ignoraba los sinuosos rituales del tango.

Lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer. Era primavera en Madrid. Aunque El último tango en París había sido estrenada en Europa seis años antes, el célebre filme de Bernardo Bertolucci no se proyectó en España hasta 1978 debido a la censura franquista. La fecha precisa fue el uno de abril y en la ciudad todavía se sentía el frío del invierno. Por fin apareció en los cines el famoso cartel de Marlon Brando y María Schneider desnudos y entrelazados. Los que no habían escapado previamente al sur de Francia para verla en Perpignan, hicieron colas interminables para no perderse la película más escandalosa de la época. Hoy, tras algo más de dos décadas, aquella desinhibida joven que llenaba la pantalla con sus rizos alborotados ha muerto a los 58 años.

Era primavera y yo estaba a punto de cumplir los dieciocho. No estaba dispuesta a postergar más lo que la dictadura de Franco nos había negado con sus imposiciones mojigatas. Había llegado el momento de bailar el último tango con Brando y aquella muchacha de la que poco se sabía. En aquel entonces en Madrid abundaban las salas de arte y ensayo con sesiones al mediodía. Me pareció mucho mejor plan escapar al Cine Azul en la Gran Vía que ver zumbar las moscas de Antonio Machado en el aula del colegio. Nada más delicioso que hacer novillos en la acogedora oscuridad que me transportaría a un París crepuscular. Al ritmo hipnótico de la música de Gato Barbieri, un escritor americano y una joven en vísperas de casarse se conocen en un piso deshabitado para abandonarse al vértigo del sexo puro y duro sin preguntas ni respuestas.

Era mediodía un día entre semana y el cine estaba semivacío. Podría afirmar que era casi la única testigo de aquella azarosa historia entre un hombre abatido por la muerte de su infiel esposa y una muchacha dispuesta a hacer volar por los aires el discreto encanto de su existencia burguesa en los encuentros anónimos y carnales con un desconocido. Brando y la Schneider eran Paul y Jeanne, y si bien la estrella consagrada de Hollywood siguió interpretando papeles hasta el final, María Schneider, en cambio, salió malherida de aquella aventura liderada por Bertolucci. Nunca se recuperó de la violenta escena de la mantequilla, improvisada y orquestada entre el intérprete de Un tranvía llamado deseo y el director de La estrategia de la araña. Hasta poco antes de fallecer todavía la malograda actriz aseguraba que nunca le perdonó a Bertolucci su carácter manipulador, dispuesto a todo con tal de regalarnos el duelo de un último tango coreografiado en la cuerda floja del saxo de Barbieri.

En efecto. Marlon Brando, encallecido superviviente de sus propias batallas, salió indemne de aquel rodaje. Bernardo Bertolucci nos demostró que era un cineasta genial y con nervio; pero en el camino los ojos perfectamente redondos de María Schneider se extraviaron en los laberintos de la fama súbita; flor de un día en medio del revuelo que causaron sus desnudos integrales, con su cuerpo menudo y sus pechos contundentes como bandera y escudo en las maromas eróticas con un galán entrado en años. Poco después la principiante artista compartió cartelera con Jack Nicholson a la órdenes de otro grande, Antonioni, pero El pasajero no la pudo salvar de los abismos y el olvido.

María Schneider ha muerto antes de tiempo y de aquel rostro luminoso que fue capaz de darle la réplica al monstruo Brando, sólo quedaban lejanos vestigios de una chica preciosa que ignoraba los sinuosos rituales del tango. A su muerte, Bertolucci ha dicho que siente mucho no haberle pedido perdón a aquel juguete roto a quien tanto le debió el éxito de su filme. En verdad perdonado está porque con él todos bailamos un tango en la soledad de París. Fue el infierno de María Schneider pero también su gloria. Nunca la olvidaremos.

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