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Fundación Heritage

El verdadero legado de Reagan

"Nosotros el pueblo le decimos al Gobierno qué debe hacer, no es él quien nos lo dice. Nosotros el pueblo somos el conductor, el Gobierno es el vehículo, y nosotros decidimos por dónde debería ir, por qué ruta y a qué velocidad".

Han pasado más de seis años desde que nuestra nación se despidió de Ronald Reagan, nacido hace un siglo este mes de febrero. Y sin embargo, a veces parece que fuera como si no nos hubiera dejado.

Piense cómo el nombre de Reagan aparece frecuentemente en el último Discurso del Estado de la Unión, cuando tanto comentaristas progresistas como conservadores valoraron la eficacia del discurso. Su imagen retocada está en la portada de la revista Time, su brazo descansa sobre los hombros del presidente Obama.

"Si Obama se ha recuperado del castigo que su partido recibió en las urnas el pasado noviembre", dice Richard Norton Smith en la revista, "se debe, y no en pequeña medida, a que ha actuado últimamente al estilo Reagan".

Actuado, quizás, pero gobernado no. Vale la pena recordar, al celebrar su centenario, lo que Reagan logró... y cómo.

Es importante hacer esto en parte porque mucho de lo que se hace pasar por alabanzas a Reagan es velada crítica. A Reagan se le ensalza, por ejemplo, por ser un gran comunicador. Y con razón; pocos políticos podrían igualar su habilidad retórica y su capacidad para articular los grandes asuntos que tenían eco con el pueblo americano.

Pero ahí es donde se detiene la izquierda. Lo que quieren emular no es su política o su programa. Tienen la esperanza de que, estudiando sus métodos, algo de su "magia" se le pegará a las políticas progresistas que han demostrado ser tan difíciles de vender estos dos últimos años. Vista el programa progre en términos "reaganianos" y el electorado es suyo, ¿no?

Qué sinsentido tan condescendiente. No era solamente la capacidad de comunicar que tenía Reagan lo que le acercó íntimamente a millones de americanos. Fue el hecho de que articulaba sus más profundamente atesoradas convicciones. Era algo que iba mucho más allá del optimismo; que, aunque bienvenido, es algo que cualquier presidente puede intentar proyectar. Era porque hablaba en términos claros, evitando explotar "la palabra de moda" para sus fines como se acostumbra a hacer en Washington.

Y usaba su clara forma de hablar para decir lo que los ciudadanos pensaban: los impuestos son demasiado altos; recortémoslos. La inflación es demasiado alta; controlémosla. La Guerra Fría se puede ganar, no meramente "gestionar", y el mundo puede ser un lugar más seguro para todos; hagámoslo.

La fabulación de la izquierda (la izquierda dura, aunque otros muchos se acercan) es que fue todo humo y trucos. Pero los hechos nos cuentan una versión diferente. Empezando por el lío de la estanflación que su predecesor le dejó por herencia, Reagan creó un genuino milagro económico. Después de un recorte de impuestos tres veces y de reducir el crecimiento del gobierno, nuestra economía empezó a crecer: un 31% de 1983 a 1989 en términos reales. Los americanos de todas las clases –ricos, clase media y pobres–vieron cómo se incrementaba su riqueza.

Fue la expansión más larga en tiempo de paz en una larga y próspera historia. Para el final de la década habíamos añadido el equivalente de una nueva Alemania a nuestro PIB. La inflación se redujo en dos tercios y las tasas de interés a la mitad. El desempleo descendió a su nivel más bajo en quince años.

Incluso antes del final de su primer mandato, las señales de claro progreso eran inconfundibles. No es de extrañar, por tanto, que la famosa campaña "Amanecer en América" tuviera eco con tantos votantes, llevándole a ganar las elecciones por una gran mayoría en 1984. No estaba sólo usando un magnífico reclamo de venta:es que estaba en realidad diciendo la verdad.

Y la gente lo quería por ello. Por eso muchos políticos, demócratas y republicanos, buscan proyectar la imagen de ser una versión contemporánea de Reagan. No obstante, para decidir si se merecen ese honor, piense en esta cita de su discurso de despedida: "Nosotros el pueblo le decimos al Gobierno qué debe hacer, no es él quien nos lo dice. Nosotros el pueblo somos el conductor, el Gobierno es el vehículo, y nosotros decidimos por dónde debería ir, por qué ruta y a qué velocidad".

Solamente un político que esté de acuerdo con esto –y gobierne así–se puede considerar un verdadero heredero de Reagan.

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