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Gina Montaner

Adiós al emperador desnudo

En medio del caos y el júbilo, el futuro de Egipto se presenta incierto. Sin embargo, Hosni Mubarak ha sido forzado a despertar de su alucinación ególatra, cercado por un estallido social que ha escapado de su férreo control.

Bien podría haber sido la plaza de Tiananmen por el clamor exigiendo libertad. Pero en esta ocasión el pueblo levantisco es el egipcio, que ha conseguido hacerse con la libertad después de treinta años bajo el régimen militar de Hosni Mubarak. Hoy la marea humana celebra en el zócalo de Tahrir el derrocamiento del dictador. Les llegó la hora de zafar amarras a pesar del patético empecinamiento de un gobernante que tenía los días contados.

En Tiananmen los tanques aplastaron el estallido de la oposición, y de aquella primavera china sólo queda el triste recuerdo de los muertos y la imagen de un hombre valiente que se acercó con una flor a un ejército dispuesto a matar a los disidentes. En El Cairo, en cambio, el grito a favor del cambio se hizo imparable y ya sólo quedaba derrotar el espejismo en el que ha vivido sumido Mubarak, atrapado, ahora, en una huida hacia delante.

Basta con ver el último discurso televisado del gobernante egipcio para comprender que se repetía la patología de los dictadores en una suerte de desdoblamiento de personalidad: el jefe de Estado que confunde su papel de gestor al servicio de la sociedad, con el de dominante patriarca al cuidado de unos hijos díscolos a los que hay que reducir por las buenas o por las malas. Lamentablemente, Mubarak, cegado después de tres décadas de autocracia en las que sus más estrechos colaboradores le dieron la razón como al vanidoso emperador del cuento, no fue capaz de discernir la realidad de la vana fantasía a la que ha querido aferrarse.

Todos estos sátrapas –con grados de mayor o menor horror a la hora de imponer su voluntad– comparten el delirio de las personalidades narcisistas, incapaces de ver más allá de la imagen que el espejo les devuelve. Viven convencidos de que sus atropellos se justifican porque son por el bien del pueblo; su autoritarismo y arbitrariedad no son más que expresiones del desprecio que sienten por los demás. Treinta años después de mandar con mano dura y sin rendirle cuentas a nadie, Hosni Mubarak no alcanzó a vislumbrar que sus cachorros se ahogaban en la jaula que les construyó.

Lo que más llama la atención del depuesto mandatario ha sido su genuina indignación frente a lo que él considera que es la deslealtad de una gente que no le agradece todo lo que ha hecho por ellos. Igual que el padre abusivo que doblega a sus retoños y luego se sorprende cuando éstos se rebelan y huyen de la casa.

Dudo mucho que Mubarak (y la larga lista de déspotas empeñados en morir aferrados al poder) haya leído Madame Bovary, la gran novela de Gustave Flaubert. O que tenga conocimiento de que el escritor galo, totalmente sumergido en la piel de su trágica protagonista, llegó a afirmar, "Madame Bovary c’est moi". Egipto era él y sin su presencia el mundo y las pirámides se les vendrían encima en un final apocalíptico. Mientras la muchedumbre ya se había subido al carro de la transición, Mubarak permaneció ciego y sordo, refugiado en el invierno de sus palacios. Sus vástagos se han levantado contra él y cambiaron el final de la historia de Saturno devorándose a sus hijos.

En medio del caos y el júbilo, el futuro de Egipto se presenta incierto. Sin embargo, Hosni Mubarak ha sido forzado a despertar de su alucinación ególatra, cercado por un estallido social que ha escapado de su férreo control. De lo contrario, habría acabado como los gobernantes rumanos Nicolás y Elena Ceauceşcu, quienes poco antes de ser ejecutados por sus propios hombres, incrédulos, dijeron, "Cómo nos hacen esto si son como nuestros hijos". Adiós al emperador desnudo.

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