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Bernd Dietz

Progrez, lobreguez

Están demasiado ocupados considerando ilegalizar o amaestrar todavía más al PP, puesto que tales fieras (y no los aprovechados de la nomenklatura socialista y sus papás) estarían dizque emparentadas con el régimen anterior.

Damos la sensación de ser el país que con más entusiasmo ha abrazado la autodenominada cultura de la calidad, para acomodarla a coordenadas atávicas. Ya se sabe, esa tendencia a primar las apariencias sobre los realidades; el formalismo burocrático sobre el contenido efectivo; la aplicación interesada de la norma sobre la ecuanimidad de la medida; el soporte material sobre el mensaje; el rodillo indiscriminado sobre el análisis del caso individual; el membrete y el sello oficial sobre la certeza; la filiación sectaria sobre la valía del individuo concreto; la verdad judicial, jejejé, sobre la verdad de verdad. Y así sucesivamente, desde nuestro más rancio vaticanismo corleonés, hasta darle la vuelta a la bondad o cordura de las actuaciones cual si de un calcetín se tratase. Nada nuevo bajo el sol. Casticismo imperecedero. Modernez legañosa. La epifanía de asomarnos al espejo, sin poder culpar a nadie ajeno a nosotros.

La cultura de la calidad es progresista, pues establece protocolos que, si bien podrían ser engorrosos de cumplir para una cabeza creativa, no requieren talento, inteligencia o querer pensar. Es igualitarista, al odiar cualquier jerarquización axiológica o prelación intelectual (algo complementario con que la señora Aído, sus denunciadas dadivosidades aparte, montase un organigrama con nueve mujeres por cada varón, de sobrada que iba). La cultura de la calidad descrita se explaya a dos carrillos sobre la exigencia. Hipócritamente. Pues sabiéndose entre pardillos, conmilitones y otros artistas de la simulación, la concibe como puritita sumisión a sus dogmas, reglamentos, encuestas, autoinformes, auditorías y demás juegos de manos para justificar lo torcido. Y así se llenan los bolsillos los embelecadores, nescientes y obcecados que conforman el mandarinato de la corrección política. Porque políticamente correcto quiere decir aquí: moralmente injusto e intelectualmente falso, una sordidez obligatoria al mandarlo la moda y quien tiene la sartén por el mango.

La cultura de la calidad es a la calidad lo que la didáctica de las matemáticas es a las matemáticas: un sucedáneo infantil, prescrito con receta populista; una suplantación en cartón piedra, un MacGuffin para velar las verdades; y una ocasión de oro para que quienes aborrecen el álgebra campen sobre los matemáticos, autoproclamándose sus intermediarios y superiores jerárquicos en la pirámide institucional. La potestas metiendo en vereda a la auctoritas. Lo de siempre. Algo para dar gustito a acomplejados, desaprensivos y manilargos. ¿Acaso llegar democráticamente al poder, como hizo Hitler y han hecho otros tarados devastadores (con o sin ayuditas de terroristas, cloacas e intoxicación mediática, según aquí nos suena), garantizó alguna vez que fuera a gobernarse con sabiduría y honestidad?

Aunque, puestos a hablar de macguffins, de corrección política y de cultura de la calidad, nada como la hipersensibilidad, melindrosa hasta el ridículo, con la velocidad en las carreteras, el humo del tabaco o el lenguaje ofensivo de un ciudadano de derechas con respecto a otro de izquierdas. A la inversa es metafísicamente imposible que pueda mediar insulto, pues resulta de lo más natural y reivindicativo que ministras del jaez de Pajín justifiquen sus antojos porque la decisión les sale de los cojones [sic] o que toda una subdirectora general de Tráfico se dirija por conducto oficial a sus subordinados con admoniciones del tipo por el culo te la hinco [sic] y chúpame un huevo [sic]. ¡Ay del que perciba una agresión sexista, que lo fulminan obligándole a dimitir los mismos ingenieros de almas que pretenden perseguir penalmente que a un gordo se le pueda decir gordo!

Situar tales asnadas de cotolengo en el epicentro de la actualidad política, poniendo a su servicio a jueces, policías, comunicadores, rockeros, actores e intelectuales de prosapia progresista, funciona. A estos custodios de la ética no se les ocurriría ni por asomo escandalizarse con el caso de la hija de Chaves, las mesnadas de parientes de altos cargos que se han forrado el riñón (y el resto de las vísceras) con los ERE y las coimas de Al-Ándalus o las malandanzas de ese hombre-orquesta y cazador cazado que es el señor Garzón. Están demasiado ocupados considerando ilegalizar o amaestrar todavía más al PP, puesto que tales fieras (y no los aprovechados de la nomenklatura socialista y sus papás) estarían dizque emparentadas con el régimen anterior. Nuestra casa de orates y pícaros queda humillantemente expuesta. En la última cena de Viridiana (empeorada, aumentada y con sillón vitalicio para los comensales) resplandece el emblema de lo que, con ahínco y desparpajo, hemos logrado darnos.

"Una política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín, sin ninguna idea alta". Así calificaba Manuel Azaña a sus colegas de recio progresismo, a la hora de explicar el batacazo de la II República. El franquismo aún no tenía carácter. ¿Qué no vituperaría hoy, una vez instalados estos nuevos resabios, el político alcalaíno (quien pese a sus notorios defectos era un hombre decente, dotado de corazón e inteligencia) de los miembros y miembras que cortan hoy el bacalao, mientras esparcen su vileza a espuertas, en nuestra triste y bienamada España?

Cuando el dedo señala la luna, la cultura de la calidad mira ominosa a nuestras partes blandas, dispuesta a despojarnos, con monomanía capadora, de cuanto de fecundo sobreviva entre nosotros. Cuando haya arramblado con todo, podrá cortarnos a machetazos, quemar nuestros cuerpos, todavía palpitantes, y decretar el hermanamiento con Uganda, donde jamás habrían desentonado, hasta ahí podríamos llegar los apóstoles de la alianza de civilizaciones, el GAL, el gracejo de mienmano y el 11-M.

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