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La reforma que viene

El plan franco-alemán tiene mucho de bueno, pero no se dedica al crecimiento ni a la competitividad, como lo hacía la fracasada agenda de Lisboa propuesta por Aznar y Blair hace diez años, ni tampoco a la inevitable transformación del Estado del Bienestar

El rey está desnudo. Es decir, el Estado del Bienestar es inviable.

La UE ha entrado en la hora de la verdad. Para finales de marzo deberá haber logrado el acuerdo sobre la propuesta germano-francesa llamada de competitividad, en realidad un mensaje de que esta vez sí hay que cumplir el pacto de estabilidad. A cambio, el mecanismo oficial de rescate que se establecerá por reforma de los tratados contará con 500.000 millones de euros. En cuanto al mecanismo existente, de momento se ha quedado sin incremento, con el sabio argumento de que si hay estabilidad no hará falta más para lograr la confianza del mercado.

Dice Standard & Poor's, hablando sólo de pensiones, que en ausencia de reformas, la deuda germana alcanzará en 2050 el 400% de su PIB, la francesa, el 403%, la italiana el 245%, y la española el 544%. Habrá que hacer algo.

Sin embargo la gran reforma que propone Alemania con el respaldo de Francia, y lograrla sería ya un éxito notable, pasa "sólo" por: fijar límites al déficit anual en la Constitución, aplicar sanciones a los incumplidores de los criterios de estabilidad llegando a la supresión de los derechos de voto, desligar salarios de inflación, elevar las edades de jubilación, y equiparar la imposición sobre sociedades. Esto último, por ejemplo, es más bien nocivo. Así lo demuestra una investigación publicada por la OCDE dedicado al impacto de los cambios en los tipos impositivos en 21 países en las últimas tres décadas. Resulta que los impuestos sobre sociedades deberían reducirse para incrementar la competitividad. No hacía falta tanto estudio. Reagan lo explicaba muy bien: "Las empresas no pagan impuestos; los pagan sus clientes".

El plan franco-alemán tiene mucho de bueno, pero no se dedica al crecimiento ni a la competitividad, como lo hacía la fracasada agenda de Lisboa propuesta por Aznar y Blair hace diez años, ni tampoco a la inevitable transformación del Estado del Bienestar.

Esta implicará dos tendencias, ya ensayadas en parte de Europa. Una, la compatibilidad con sistemas privados. Y otra, la financiación individual en lugar de la de reparto; es decir la limitación de su carácter redistributivo.

En cuanto al crecimiento, exigirá la redefinición de las esperanzas de los europeos en sus actividades laborales o de creación de empresas. En este sentido la agenda de Lisboa decía que había que observar el resto de la economía global. Antes de mirar hacia China, convendría fijarse en la América de hace unos años, aquella cuyo paro no era equiparable al de Francia, o en los países europeos con desempleo bajo, que premian a los emprendedores e incentivan el capital. Por último, la política monetaria, últimamente un mundillo revuelto por la decisión del esperado Axel Weber de retirarse de la carrera por el BCE, debe seguir el modelo propio de la "obsesión" alemana por controlar la inflación, en detrimento de la "obsesión" bernankista por la deflación, a la que nadie, en vida, ha visto pasearse nunca por las calles.

El momento está maduro para hacer los cambios estructurales imprescindibles. Esperar más es locura. El plan franco alemán es un buen principio, pero sólo es un principio. Más, por favor, y más deprisa.

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