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Bernd Dietz

¿Y si tuviéramos alguna culpa?

Con estos mimbres, esta sensación de alarma y esta urgencia de defender el predio arrebañado que nos pueda restar, enfilamos la crisis. La que según Zetapé jamás existió.

Durante estos años nuevorriquistas, tropeles de retacos del proletariado español contrataron a precio irrisorio los favores sexuales de espigadas mujeres del este, muchas con titulación superior y dominio de idiomas. De rutilantes bellezas que desentonaban vivamente, por su elegancia intrínseca, en naves de neón alzadas en eriales. Ellas, inteligentes y pulcras, cumplían con galanura fuera de lugar un trato desigual buscando libertad individual e independencia económica tras el colapso estrepitoso del leviatán comunista. Ellos, aborígenes de baja cualificación, rentabilizaban exultantes unos euros que, aun poblando sus bolsillos, les quedaban estrambóticos. De cuya plétora inopinada brotaban asimismo el BMW tuneado, el adosado con barandas de piedra artificial en el que habían depositado a la joven esposa sobrealimentada y los arrapiezos, el apartamentito en la playa y las vacaciones familiares en Costa Rica, para ilustrar quién mandaba en la Champions (el merluzo dixit, enfrascado en sus nubes). Mas cuando ahora, seca la fuente, las miradas se posan en la tierra baldía, tales beneficiarios no mascullan que me quiten lo bailao, agradeciendo un interregno de gloria dentro de un espejismo, sino que indignados braman qué malos son los mercados, los alemanes, los bancos y el capitalismo. Lo cual, con el debido respeto, es de traca. Un impúdico llanto ante el cántaro roto, no sólo por infundada autoestima, sino con necedad temeraria.

Entretanto, en la universidad carpetovetónica como en tantas administraciones públicas, hemos generalizado la privanza con codicia voraz, sin perdonar migaja. El famoso caso Lledó supuso apenas un aperitivo de lo que hemos sido capaces de poner sobre la mesa con un PSOE manijero, un PP complaciente y unos nacionalistas mafiosos, a la hora de consagrar nuestras catedrales del saber a una fachendosa escenificación de la avidez ancestral. A convertirlas en reserva natural y parque temático del particularismo, el compadreo y demás trágalas. Prolongando sin desagrado el ordenancismo de gobernantes, sindicatos y esas mal llamadas fuerzas vivas (de aliento moralmente fétido), al objeto de garantizar que no pudiera abrirse, por honradez indecorosa (obscena, etimológicamente hablando), resquicio alguno a la competencia o la equidad profesionales. Así hemos constituido organigramas de relumbrón y omnipotencias legales, cuyos robustos brazos ejercen de peritos en el mandarinismo burocrático y cuantos protocolos sancionen la cacareada calidad, esa que nos saca roja directa cuando nos aplican criterios foráneos sin el consabido perfil o reglamento interno dirimentes, ante las doscientas mejores universidades del planeta. Apañados ritos de acceso han impedido, ya no sólo la movilidad de los universitarios españoles dentro del propio territorio nacional (pues España, peroran tales ventajistas, apenas desea ser el revoltijo de sus taifas de pitiminí y sus oligarquías endogámicas). Sino, sobre todo, la concurrencia de especialistas foráneos, que sin rufianería habrían despachado en buena lid a los aprovechados de turno.

Con estos mimbres, esta sensación de alarma y esta urgencia de defender el predio arrebañado que nos pueda restar, enfilamos la crisis. La que según Zetapé, nuestro primer cuentacuentos, que midió al desnortado país por su rasero de impostura infantil, jamás existió. Pues al final, salvo hermosas excepciones que difícilmente ganarán aplauso, conformamos el tapón, el filtro, la coartada antropológica del progresismo antiliberal, farisaico y cañí que recauchuta nuestra cultura política. El cuerpo electoral, mamporrero del feliz saqueamiento orquestado hasta aquí. Los sesudos accionistas de un negocio en quiebra fraudulenta. Que atajan cualquier deuda con derroche, escarnecen al desvalijado acreedor e invocan pomposamente el bien público mientras contabilizan el propio beneficio. ¿Llegará una autocrítica que evidencie trazas de rectitud, de patriotismo y de bondad?

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