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Manuel Llamas

La solución no es más Europa

La solución no es más Europa, entendida ésta como una forma de socializar entre todos los contribuyentes de la zona euro los despilfarros y excesos cometidos por algunos países, sino más libertad económica.

La solución no es más Europa, entendida ésta como una forma de socializar entre todos los contribuyentes de la zona euro los despilfarros y excesos cometidos por algunos países, sino más libertad económica.

España era y es el punto de inflexión que, en gran medida, marcará el devenir de la zona euro en su conjunto. No en vano, es un país demasiado grande para caer y demasiado grande para ser rescatado, al menos con los recursos que en estos momentos dispone la UE para tal fin –llegado el caso, el FMI tendría que implicarse de lleno en el rescate del Estado español–. Ya en 2010 avanzábamos en estas mismas páginas el actual dilema. Por desgracia, y dado que la nefasta casta política que nos gobierna ha eludido su responsabilidad, la cuenta atrás para evitar la quiebra de España ha dado comienzo.

Debido a su gran tamaño, el mecanismo de rescate que se está configurando difiere del empleado en el caso de Grecia, Irlanda y Portugal. El Gobierno de Mariano Rajoy lleva semanas presionando a Europa y, más concretamente, a la canciller Merkel, para que los contribuyentes de los países ricos se encarguen de cubrir directamente el enorme boquete que padece el sistema financiero patrio. Y ello, sin necesidad de una intervención formal del Estado, eludiendo así la necesidad de poner en marcha nuevas y más drásticas medidas de ajuste y reformas estructurales. Esta particular partida de póker todavía no ha terminado, pero todo indica que se abogará por una vía intermedia entre lo que solicita Madrid y desea Berlín, una especie de rescate light. La presión internacional sobre Merkel ha ido in crescendo desde que España fue sentenciada por los mercados, con el consiguiente cierre del crédito exterior, pero éste no es el factor clave por el que, posiblemente, cederán los alemanes. Berlín es consciente de que la caída de España provocaría la desintegración de la zona euro y su coste sería, hoy por hoy, superior al del rescate.

La posición de los países solventes del norte dista mucho de la que mantienen los díscolos del sur. El eje de los periféricos, en el que empieza a entrar Francia, pretende, con el apoyo expreso de Bruselas, acelerar la creación de los EEUU de Europa, bajo tres ejes básicos: unión bancaria, unión fiscal y deuda común (eurobonos). El proyecto europeísta por antonomasia, cuyo desarrollo conllevaría una enorme cesión de soberanía desde los estados nacionales que componen la eurozona hacia la superestructura que encarnan las autoridades europeas. Merkel no lo rechaza expresamente, pero el matiz que divide a los países del norte y del sur radica en que los díscolos –los menos competitivos y solventes– pretenden poner el carro delante de los bueyes. Es decir, primero rescate directo de la banca y eurobonos y después, progresivamente, cesión de soberanía presupuestaria y fiscal. En este caso el orden de los factores sí altera el producto, ya que Berlín acabaría suicidándose política y económicamente si decide avalar toda la deuda periférica renunciando a controlar estrictamente las cuentas públicas y la política económica de los estados más problemáticos.

La cuestión de fondo, sin embargo, radica en dos puntos. En primer lugar, de nada servirá el rescate de la banca española por parte de la troika, y aún menos, el del Estado español si los responsables políticos del país evitan poner en marcha las profundas reformas estructurales y el drástico plan de austeridad pública que precisa nuestra economía para poder competir en un mundo globalizado. En este caso, tal y como ha demostrado Grecia, la ayuda internacional tan sólo supondrá un respiro temporal y efímero a los graves problemas que subyacen en la estructura productiva y el modelo estatal de España. Alemania no puede sostener ilimitadamente a los periféricos haciendo un uso –ilegítimo– del dinero de sus contribuyentes, ya que acabaría excavando su propia fosa, tal y como acertadamente advertía el expresidente del Bundesbank Axel Weber. Berlín ha actuado hasta ahora como el auténtico prestamista de última instancia de la zona euro, cierto, pero este papel no puede extenderse de forma permanente en el tiempo si los periféricos no arreglen por sí solos sus propios problemas.

En segundo lugar, aunque Merkel logre, finalmente, imponer al resto su particular modelo europeísta, consiguiendo de antemano que los estados miembros cedan su soberanía económica, presupuestaria y fiscal a Bruselas, la creación de un gran superestado comunitario no sólo no logrará aliviar lo más mínimo la decreciente competitividad y el excesivo peso del sector público que sufre el Viejo Continente sino que, por el contrario, acabará conformando un gran monstruo burocrático de planificación central cuyo colapso tan sólo sería cuestión de tiempo. La solución, pues, no es más Europa, entendida ésta como una forma de socializar entre todos los contribuyentes de la zona euro los despilfarros y excesos cometidos por algunos países, sino más libertad económica y el respeto estricto de la regla de oro que, desde un inicio, se ideó para garantizar la viabilidad de la moneda única: deuda pública no superior al 60% del PIB y déficit del 3% como máximo.

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