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Gabriel Albiac

Para entender el Holocausto

Exterminar a una población es, en condiciones precisas, rentable. Éste es el gran hallazgo del siglo XX.

Exterminar a una población es, en condiciones precisas, rentable. Éste es el gran hallazgo del siglo XX.
Albiac

El nuestro ha sido un siglo de suplencias. Tras la muerte de Dios, consumada por el siglo precedente, el XX se abrió sobre un enigma, para abordar el cual de nada servían las lecciones de los siglos previos: la apertura de una vacante en el trono de lo sagrado. Y, sobre el vacío que el Dios huido dejó abierto, buscó entronizar a la deidad en cuya alternativa había soñado instalarse el siglo XIX: la cegadora luz sin sombras del progreso. Duró muy poco tiempo esa fantasía. 1914 anunció el verdadero nuevo Dios que venía de camino.

En la Gran Guerra se abre de verdad el espacio sagrado que será el del siglo XX. Se abre el siglo XX, pues que una era la abre sólo, en rigor, la invención de dioses propios. La muerte será el majestuoso hallazgo del siglo al cual los de mi edad podemos únicamente llamar nuestro. No es una deidad que excluya aquella por la cual fuera precedida. La consuma. En el descubrimiento primordial de que el humano, al hablar de progreso, está hablando, antes que nada, de su progresiva capacidad para dar la muerte. Si el siglo XIX alzó en la fábrica de mercancías el templo específico sobre el cual oficiar el culto a aquel progreso, el XX planificó su variedad más compleja, más metafísicamente compleja: la fábrica de cadáveres.

Auschwitz –lo que el significante Auschwitz dice en nuestras cabezas, porque Auschwitz no juega aquí como un nombre, sino como una estructura simbólica– no es otra cosa que la versión de laboratorio de un proyecto en el cual la potestad productiva de los humanos se eleva al cielo: el eficiente exterminio industrial de grupos específicamente definidos de otros humanos; la potestad de definir funcionalmente lo rentable y lo excedente en la masa informe de la especie de los hombres.

Matar, se ha matado siempre entre los hombres. Hacer de la muerte en masa, no el medio para producir mercancías, sino la mercancía a producir, no tiene precedente. La eficacia con que eso fue consumado, en un plazo brevísimo y en medio de las dificultades logísticas que una guerra de dimensiones colosales impone, es el síntoma –y la certeza– de hasta qué punto será fácil, a partir de ahora, volver sobre tal proyecto. Exterminar a una población es, en condiciones precisas, rentable. Éste es el gran hallazgo del siglo XX. Su teología insobornable del progreso. Asombra que un hombre lo prefigurara en 1915. Y que le diera concepto tan preciso. Sigmund Freud, Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte:

La guerra, en la que no queríamos creer, estalló y trajo consigo una terrible decepción. No es sólo más sangrienta y más mortífera que ninguna de las pasadas... Infringe todas las limitaciones... Derriba, con ciega cólera, cuanto le sale al paso, como si después de ella no hubiera ya de existir futuro... La muerte no se deja ya aventar... Aquellas almas piadosas que quisieran sabernos apartados de todo contacto con lo malo y lo grosero deducirán, seguramente, de la temprana aparición y la energía de la prohibición de matar, conclusiones satisfactorias sobre la fuerza de los impulsos éticos innatos en nosotros. Desgraciadamente, este argumento constituye una prueba aún más decisiva en contrario. Una prohibición tan terminante sólo contra un impulso igualmente poderoso puede alzarse. Lo que ningún alma humana desea no hace falta prohibirlo, se excluye automáticamente. Precisamente la acentuación del mandamiento "No matarás" nos ofrece la seguridad de que descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos, que llevaban el placer de matar, como quizá aún nosotros mismos, en la masa de la sangre... Somos, como los hombres primitivos, una horda de asesinos.

Y el retrato terrible de la horda de predadores retornará en la correspondencia con Einstein del año 1932. Para acabar en la seca respuesta de un Freud ya moribundo y exiliado en Londres al joven Arthur Koestler que ha dejado caer su asombro ante lo "ininteligible" de que un pueblo tan refinadamente culto como el alemán haya podido abrazar tan incondicionalmente el nazismo. "No hay nada de ininteligible en eso. Toda mi obra muestra que eso es ineluctable".

Todo confluye en el retrato sin esperanza de una especie de mamíferos predadores. Y, lo que es más monstruoso, hablantes: capaces de dar relato, sentido y mitología a su crueldad. Y, así, de entronizar la muerte en el sancta sanctorum de lo sagrado.

Auschwitz consuma lo humano. Es ésa la certeza que nos aterra. Y que nos hace la Shoá –y, más genéricamente, el Holocausto del siglo XX–, en rigor, no verbalizable. Como, con amargura que se sabe impotente, constatara Thomas Mann, Hitler es hermano nuestro. De no ser así, de ser un monstruo venido de otra galaxia, un monstruo en el cual nada de nosotros reconociéramos, ninguna angustia nos generaría su historia. No nos angustia la crueldad de un terremoto o de un tifón. No es nuestra su capacidad devastadora. No tiene dimensión moral, por tanto. La Shoá es algo que cualquier humano podría haber hecho. El Holocausto lo es. Y que cualesquiera humanos volverán a hacer. Porque los predadores matan, sin más límite que el que les ponen sus recursos técnicos. Y porque los predadores hablantes hacen territorio sagrado, religión, del dominio y maestría de esas técnicas.

¿Qué es escribir el desasosiego? Los autores de este libro han tenido que confrontarse a esa pregunta difícil de plantear, indecible durante mucho tiempo. A esa pregunta que impone cruzar el interdicto que, desde Epicuro, acompaña al imposible hablar de la muerte. Viajaron a los campos de exterminio. Constataron la imposibilidad de ver. Y, después, la aún más angustiosa imposibilidad de contar. De ese viaje dejaron huella muy medida, en un blog que sobrecoge por su contención (http://balbuceosdesdeelinfierno.blogspot.com.es). Luego, pasados los años, juzgaron necesario pagar su deuda. Porque todos estamos –sepámoslo o no, lo confesemos o nos lo callemos– en deuda con esa Shoá que creó el patrón de los sucesivos Holocaustos que aquí son analizados. Es una deuda de todos los que estamos vivos.

Escribir el desasosiego es añadir al ya existente un desasosiego nuevo: la escritura de lo que escapa a ser dicho. Hacer del dolor más extremo que haya sufrido –y producido– la especie humana escritura, exige una lucidez que rechace envilecerse en el altar del sentimentalismo. Y ésa es una tarea en el límite de lo soportable. La que aquí se ha hecho. La que hicieron los más grandes de los testigos del exterminio. Antelme o Levi, sobre todo.

Años de amistad me ligan a los autores de este Para entender el Holocausto. Ahora, al leerlo, he atisbado la verdad profunda del más austero Baruch de Spinoza: la amistad es lo único que une a los hombres libres. El libro que el lector tiene en sus manos es el canto de amistad de cuatro hombres que se atrevieron a volver sobre su siglo la fría mirada que es el más firme atributo de los hombres libres.

Nota: este texto es el prólogo a Para entender el Holocausto, de Raúl Fernández Vítores, Alberto Mira Almodóvar, Fernando Palmero y José Sánchez Tortosa, que acaba de publicar la editorial Confluencias.

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